Recuerdo que frente a mi frenética actividad, estaban los tranquilos cálculos de mi hermana sobre lo que merecía salvarse. Frente a mi desesperado acto destructivo ella oponía la lógica de la situación, que le decía que debía impedirme continuar por ese camino.
Y aquello acrecentaba mi irritación.
Ella se demoraba en exceso y para mí no existían dvdés de música, ni casetes, ni cintas de video, ni revistas o libros; a veces me interponía en la decisión de mi hermana que separaba pertenencias y apartaba algunas, por ejemplo, la inmaculada bolsa de viaje de mi hermano. Una bolsa de piel vuelta que Teresa le había regalado no hacía mucho y que había sustituido al gastado petate de apariencia militar donde siempre llevaba su ropa de acá para allá.
Cuanto mayor era mi celo por borrar toda huella y hacerla desaparecer, más resentido estaba con ella. Odiaba a mi hermana porque ella ya había descontado el dolor e impuesto el carácter práctico de la nueva situación. La odiaba porque había suprimido el tiempo de duelo y estaba en las razones prácticas del vivir cotidiano separando aquellos objetos de mi alocado afán destructor.
Todavía me veo en ese acto frenético. Y me veo también en ese único momento en que me detuve porque tenía entre mis manos las muchas cuartillas escritas por él, llenas de dibujos y poemas suyos. Tenía algunas de las cartas que cruzamos y fotos que contaban hechos del pasado común.
Pero a día de hoy todavía no sé por qué nada de aquello se salvó de mi devastadora furia. ¿Qué pretendía al hacer lo que hice? No lo sé. Pasa el tiempo y todavía me esfuerzo inútilmente por devolver ese gesto al momento anterior a su nacimiento, cuando no era porque no existía, y de paso salvar así, al menos, parte de la poesía luminosa que había en la vida y en la escritura de mi hermano.
Agosto, 2007
Y aquello acrecentaba mi irritación.
Ella se demoraba en exceso y para mí no existían dvdés de música, ni casetes, ni cintas de video, ni revistas o libros; a veces me interponía en la decisión de mi hermana que separaba pertenencias y apartaba algunas, por ejemplo, la inmaculada bolsa de viaje de mi hermano. Una bolsa de piel vuelta que Teresa le había regalado no hacía mucho y que había sustituido al gastado petate de apariencia militar donde siempre llevaba su ropa de acá para allá.
Cuanto mayor era mi celo por borrar toda huella y hacerla desaparecer, más resentido estaba con ella. Odiaba a mi hermana porque ella ya había descontado el dolor e impuesto el carácter práctico de la nueva situación. La odiaba porque había suprimido el tiempo de duelo y estaba en las razones prácticas del vivir cotidiano separando aquellos objetos de mi alocado afán destructor.
Todavía me veo en ese acto frenético. Y me veo también en ese único momento en que me detuve porque tenía entre mis manos las muchas cuartillas escritas por él, llenas de dibujos y poemas suyos. Tenía algunas de las cartas que cruzamos y fotos que contaban hechos del pasado común.
Pero a día de hoy todavía no sé por qué nada de aquello se salvó de mi devastadora furia. ¿Qué pretendía al hacer lo que hice? No lo sé. Pasa el tiempo y todavía me esfuerzo inútilmente por devolver ese gesto al momento anterior a su nacimiento, cuando no era porque no existía, y de paso salvar así, al menos, parte de la poesía luminosa que había en la vida y en la escritura de mi hermano.
Agosto, 2007