sábado, 20 de noviembre de 2010

35

Recuerdo que frente a mi frenética actividad, estaban los tranquilos cálculos de mi hermana sobre lo que merecía salvarse. Frente a mi desesperado acto destructivo ella oponía la lógica de la situación, que le decía que debía impedirme continuar por ese camino.
Y aquello acrecentaba mi irritación.
Ella se demoraba en exceso y para mí no existían dvdés de música, ni casetes, ni cintas de video, ni revistas o libros; a veces me interponía en la decisión de mi hermana que separaba pertenencias y apartaba algunas, por ejemplo, la inmaculada bolsa de viaje de mi hermano. Una bolsa de piel vuelta que Teresa le había regalado no hacía mucho y que había sustituido al gastado petate de apariencia militar donde siempre llevaba su ropa de acá para allá.
Cuanto mayor era mi celo por borrar toda huella y hacerla desaparecer, más resentido estaba con ella. Odiaba a mi hermana porque ella ya había descontado el dolor e impuesto el carácter práctico de la nueva situación. La odiaba porque había suprimido el tiempo de duelo y estaba en las razones prácticas del vivir cotidiano separando aquellos objetos de mi alocado afán destructor.
Todavía me veo en ese acto frenético. Y me veo también en ese único momento en que me detuve porque tenía entre mis manos las muchas cuartillas escritas por él, llenas de dibujos y poemas suyos. Tenía algunas de las cartas que cruzamos y fotos que contaban hechos del pasado común.
Pero a día de hoy todavía no sé por qué nada de aquello se salvó de mi devastadora furia. ¿Qué pretendía al hacer lo que hice? No lo sé. Pasa el tiempo y todavía me esfuerzo inútilmente por devolver ese gesto al momento anterior a su nacimiento, cuando no era porque no existía, y de paso salvar así, al menos, parte de la poesía luminosa que había en la vida y en la escritura de mi hermano.
Agosto, 2007

martes, 2 de noviembre de 2010

34

Cuando murió mi hermano se desató en mí una inusitada furia por hacer desaparecer sus enseres en el menor tiempo posible. Todo lo que eran pertenencias suyas.
Fue tal mi ansiedad por cumplir con ese propósito. Estaba tan poseído por esa idea fija a la que hoy en día no encuentro explicación, que iba llenando bolsas de basura, una tras otra, y seguidamente bajaba al contenedor más próximo. Quería eliminar todo rastro de su presencia en aquella habitación de casa de mi madre, como si ese acto desesperado de asepsia pudiera llevarse de paso los muchos momentos difíciles que allí se habían vivido…
Era como si al alejar todo lo suyo del tiempo que nos tocaba vivir a los vivos pudiera desembarazarme de paso de todas las huellas dolorosas, borrarlas de mi memoria.

sábado, 9 de octubre de 2010

33

Estuve unos cuantos días tratando de poner en orden mis ideas; en vano quise conectar con los amigos de antes, los que fueron una vez amigos de los dos, aquellos que todavía seguían vivos. Necesitaba ofrecerme una respuesta tranquilizadora, pero sabía que todo iba a ser inútil. Estaba ya muy lejos de esas personas y ellas, a su vez, nunca iban a confiar en mí ni me dirían nada. De modo que me resigné. Cerré ese capítulo triste sin apenas echar una lágrima.
Cuando vuelvo atrás me sorprende ese hecho: no lloré con la muerte de mi hermano; sin embargo, tiempo después, no paré de hacerlo con la muerte de mi perra; me sentí tan desconsolado tras la despedida en la fría mesa del veterinario que me la pasé llorando durante más de cien kilómetros camino del pueblo donde ella había sido tan feliz. Incluso me dejé Talayuelas tras de mí. Tanto era el dolor que sentía con la perra dentro de una bolsa roja de deportes camino del huerto de mi cuñado donde iba a enterrarla.
Recuerdo que cuando mi cuñado nos vio bajar del coche se sorprendió. Era ya noche cerrada y estaba esperando a los hombres de la familia ese fin de semana. Yo me había disculpado días antes por no asistir y al vernos aparecer, a Pilar y a mí, le costó reaccionar. Tal vez fue la bolsa roja que veía apoyada en mi pecho o las primeras palabras balbucientes de uno de los dos, pero con entera gravedad y comprensión nos llevó al paellero y puso en nuestras manos pala, azada y rastrillo. También se ofreció a ayudarnos a cavar en esa zona de la huerta donde Gilda siempre descansaba de sus correrías por el monte cercano o entre las vides.
Allí la enterramos con sus juguetes. Y al poco de hacerlo fueron llegando cuñados y sobrinos con sus cestas, vituallas y demás. Nos quedamos con ellos hasta más allá de las 3 de la madrugada, pero no aceptamos pasar la noche allí. Estaba tan bebido que no comprendo cómo Pilar, con lo precavida que es, me dejó conducir de regreso a Valencia. Recuerdo que caía una fina lluvia y que olía a madera quemada. Fue todo tan inusualmente extraño, tanto dolor en medio de las risas y chistes de los otros, que hasta noté un ligero alivio, aparente seguramente, porque el dolor pesa y no te abandona nunca del todo, pero estar allí con ellos nos hizo bien y he sacado la conclusión de que la risa de unos y el llanto de otros son manifestaciones de una única conmoción humana: el desamparo.
De mi hermano recuerdo que estaba obsesionado con recuperar su DNI; lo reclamé en el juzgado, lo reclamé a los forenses, se lo reclamé a la policía, en una acción sin sentido, hasta que alguien de casa me hizo desistir de esa demanda absurda.

sábado, 18 de septiembre de 2010

32

Después conocí a Teresa y me contó que ella lo había despedido como otras veces en la Gran vía, a la altura de Cirilo Amorós, para irse a trabajar mientras él iniciaba el camino de regreso a casa de mi madre. Normalmente ella lo acompañaba hasta el mismo portal, pero esta vez llegaba tarde y no lo había hecho. Y en algún punto de ese corto camino, ya sin ella, mi hermano se desvió de su ruta o encontró a alguien que a lo mejor lo estaba esperando. Y en esos metros que lo separaban de casa de mi madre se jugó la partida de su vida. Le ofrecieron algo o lo compró él libremente, una papelina de caballo demasiado puro esta vez, seguramente sin cortar, y cuando llegó a Colón él ya sabía que mi madre estaba en El Saler.
Así que tenía la casa para él solo. Se apoltronó en la butaca frente al televisor, puso a su grupo favorito y lo preparó todo para chutarse. No puedo construir esas horas hasta el fatal desenlace. Ni siquiera puedo concretar mis sospechas de que allí hubo alguien más. No puedo ir más lejos en este asunto aunque siempre lo he sospechado. Lo que creo es que cuando a mi hermano le estalló el corazón y la vida le saltó por la boca, alguien escapó precipitado sin mirar atrás.

martes, 31 de agosto de 2010

31

A los pocos días recibí la llamada en el Instituto. Mi hermano, a su vez, había iniciado sus clases como interino en un colegio privado de Liria donde, casualidad, el chico que lo llevaba en su coche había sido compañero mío tiempo atrás. Cuando llegué a mi casa mi mujer se limitó a decirme que fuera a la de mi madre. Lo hice y allí lo encontré. Primero fue una visión fugaz a través de la puerta del cuarto de estar, pero al entrar y salvar la mesa de mármol del comedor y desplazarme hacia la derecha me topé con todo el peso de su cuerpo vencido hacia adelante, de rodillas, fulminado, con la frente tocando la madera. Mi hermana ya le había quitado la aguja del brazo, y él parecía como si estuviera rezando en medio de un charco de vómito y orines. El olor en la habitación era insoportable. La televisión estaba puesta con un vídeo de música. Debía llevar así bastantes horas porque cuando fueron a meterle en la bolsa gris de lona oí primero el ruido áspero de la cremallera de la propia bolsa y luego el crujido de sus huesos al romperse.

martes, 27 de julio de 2010

30

¿Cómo no supe verlo, intuirlo entonces? ¿Cómo no advertí ninguna de esas cosas que se me da también adivinar cuando se trata de otros?; y por último, ¿cómo no tuve el valor de dar la voz de alarma e implicar a más gente, personas más fuertes que yo y con más conocimiento en un asunto tan serio y peligroso? Porque todavía creo que debió haber algún momento de toda esta historia en que sí que tuve tiempo de cambiar las cosas, entonces, ¿por qué no lo hice cuando todavía era posible?

jueves, 8 de julio de 2010

29

Con mi hermano de nada sirvió la historia pasada, lo que yo sabía de aquellos malos tiempos que se llevaron a tantos amigos; al parecer no supe verlo o tal vez no quise porque tenía una nueva vida con mi mujer y el recuerdo pasado era más bien desolador (o yo poco solidario con él). Si yo salí con ayuda de ella, en su caso todos los tratamientos fracasaron, tanto asociaciones como Proyecto Hombre, El Patriarca, o la técnica del choque directo que consistía en asistencia médica controlada durante 48 horas en que sedado fue presa de unos aparatos que debían renovar su sangre y acabar con la ansiedad y el hábito, pero todo aquello no fue más que una burda operación económica de un médico sin escrúpulos que aprovechó la desesperación de una familia para hacer negocio.
Mi hermano siempre había tenido un miedo atroz a las agujas, una simple inyección intramuscular se convertía en un problema para él, por eso deseaba creer y creerle cuando me decía que ya no se metía, que estaba casi limpio, alejado de esa pesadilla de camellos al acecho. Aunque estaba viviendo en casa de nuestra madre pasaba muchos días con Teresa en el chalet. “A veces fumo un poco de hierba para tranquilizarme”, se sinceró aquella noche, pero Teresa no quiere ver nada de lo otro cerca de sus hijos”. La distancia entre nosotros era ya casi insalvable pero todavía existía un cierto reconocimiento por los viejos tiempos, nada digno de tenerse en cuenta, salvo que yo contaba y repasaba con tristeza la lista de amigos muertos por el caballo. Y odiaba ya abiertamente y sin tapujos todo lo que supusiera drogas.
Ahora todavía lo veo en esa despedida de septiembre con sus bolsas de comida para los perros, camino de sus nuevos sueños, algo más demacrado que de costumbre, pero relajado y hasta feliz, con todo el prometedor fin de semana por delante al lado de su nuevo amor.