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A mí me viene a la cabeza su huída del hospital tras el nacimiento del segundo hijo sin que hayan recibido el alta médica. El crío ha nacido con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida y ellos se han largado sin más del hospital en la madrugada de esa misma noche. Cuando recibimos la noticia, Pilar y yo salimos disparados en su búsqueda. No nos cuesta mucho localizarlos en el interior de una cafetería de mala muerte detrás de la estación del Norte, en la zona donde están las pensiones más baratas. Al parecer han pasado esas horas en una habitación helada y mugrienta. Nuestras miradas se dirigen al crío que está en el capazo envuelto en un chal raído y sucio y con los biberones caídos por el suelo. También hay un bolsón de plástico transparente con gasas, algodones de colores, leche pasterizada, chupetes y ropas en exceso. Todo en una banqueta un tanto inestable que amenaza con venirse abajo. No han podido suministrarle los biberones necesarios porque carecen de dinero. Además no tienen ni idea de lo que el niño necesita.
Esta vez ni Pilar ni yo podemos convencerles de que deben regresar al hospital. Que el crío necesita atenciones médicas. Forcejeamos pero no podemos impedir que salgan disparados. Salir y entrar de nuevo porque se olvidan el capazo del recién nacido.
Esa imagen está en mi cabeza ahora que mi hermano me da noticias de su ex. “Bueno, ya me has visto. Hemos hablado un poco. Diles que estoy bien y largarte”.
Pero no es tan fácil porque estoy temiendo que la habitación se incendie cuando compruebo que está tan pasado que ni siquiera se iba a dar cuenta. “Creo que me quedaré un poco más”, le digo. “Para no defraudar las expectativas ahí afuera. Además me gusta la música que has puesto”.
A mí me viene a la cabeza su huída del hospital tras el nacimiento del segundo hijo sin que hayan recibido el alta médica. El crío ha nacido con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida y ellos se han largado sin más del hospital en la madrugada de esa misma noche. Cuando recibimos la noticia, Pilar y yo salimos disparados en su búsqueda. No nos cuesta mucho localizarlos en el interior de una cafetería de mala muerte detrás de la estación del Norte, en la zona donde están las pensiones más baratas. Al parecer han pasado esas horas en una habitación helada y mugrienta. Nuestras miradas se dirigen al crío que está en el capazo envuelto en un chal raído y sucio y con los biberones caídos por el suelo. También hay un bolsón de plástico transparente con gasas, algodones de colores, leche pasterizada, chupetes y ropas en exceso. Todo en una banqueta un tanto inestable que amenaza con venirse abajo. No han podido suministrarle los biberones necesarios porque carecen de dinero. Además no tienen ni idea de lo que el niño necesita.
Esta vez ni Pilar ni yo podemos convencerles de que deben regresar al hospital. Que el crío necesita atenciones médicas. Forcejeamos pero no podemos impedir que salgan disparados. Salir y entrar de nuevo porque se olvidan el capazo del recién nacido.
Esa imagen está en mi cabeza ahora que mi hermano me da noticias de su ex. “Bueno, ya me has visto. Hemos hablado un poco. Diles que estoy bien y largarte”.
Pero no es tan fácil porque estoy temiendo que la habitación se incendie cuando compruebo que está tan pasado que ni siquiera se iba a dar cuenta. “Creo que me quedaré un poco más”, le digo. “Para no defraudar las expectativas ahí afuera. Además me gusta la música que has puesto”.