jueves, 8 de julio de 2010

29

Con mi hermano de nada sirvió la historia pasada, lo que yo sabía de aquellos malos tiempos que se llevaron a tantos amigos; al parecer no supe verlo o tal vez no quise porque tenía una nueva vida con mi mujer y el recuerdo pasado era más bien desolador (o yo poco solidario con él). Si yo salí con ayuda de ella, en su caso todos los tratamientos fracasaron, tanto asociaciones como Proyecto Hombre, El Patriarca, o la técnica del choque directo que consistía en asistencia médica controlada durante 48 horas en que sedado fue presa de unos aparatos que debían renovar su sangre y acabar con la ansiedad y el hábito, pero todo aquello no fue más que una burda operación económica de un médico sin escrúpulos que aprovechó la desesperación de una familia para hacer negocio.
Mi hermano siempre había tenido un miedo atroz a las agujas, una simple inyección intramuscular se convertía en un problema para él, por eso deseaba creer y creerle cuando me decía que ya no se metía, que estaba casi limpio, alejado de esa pesadilla de camellos al acecho. Aunque estaba viviendo en casa de nuestra madre pasaba muchos días con Teresa en el chalet. “A veces fumo un poco de hierba para tranquilizarme”, se sinceró aquella noche, pero Teresa no quiere ver nada de lo otro cerca de sus hijos”. La distancia entre nosotros era ya casi insalvable pero todavía existía un cierto reconocimiento por los viejos tiempos, nada digno de tenerse en cuenta, salvo que yo contaba y repasaba con tristeza la lista de amigos muertos por el caballo. Y odiaba ya abiertamente y sin tapujos todo lo que supusiera drogas.
Ahora todavía lo veo en esa despedida de septiembre con sus bolsas de comida para los perros, camino de sus nuevos sueños, algo más demacrado que de costumbre, pero relajado y hasta feliz, con todo el prometedor fin de semana por delante al lado de su nuevo amor.

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