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A lo que hacíamos se llamaba velarlo. Constituía un esfuerzo casi sobrehumano. Una obligación desagradable de muchas horas del día y de la noche en que podía suceder cualquier cosa, también que la rabia que sentía lo pusiera de nuevo en pie y lo devolviera hecho un déspota furioso con un solo propósito, escapar de tu presencia, liberarse de un ingrato enemigo.
Para él tú eras una contrariedad con mando que le arrebataba la libertad. Te interponías con lo que debía cumplir si quería apaciguar aquellos terribles dolores físicos y dejar de verse hecho un guiñapo. En su cabeza sólo existía una obsesión, alcanzar la dosis tranquilizadora. Y si para eso tenía que pasar por encima de ti no iba a dudarlo ni un minuto. Lo haría a insultos y gritos.
Al final de todo ese proceso siempre estaba la calle, el territorio abierto donde era muy capaz de desenvolverse, reconocer señales y propiciar encuentros. La calle le llamaba con una atracción irresistible. Sin embargo alcanzarla requería de unas energías que a duras penas tenía. A pesar del mucho alcohol ingerido y de la rabia acumulada, ni las piernas ni la cabeza le respondían. Entonces, en su delirio, te pedía que fueras tú, que se la trajeses, y eso convertía la realidad del momento en un disparatado absurdo. Si tú estabas allí para evitarle ese viaje cómo ibas a ir en busca de la dosis que calmara su dolor. Tratar de convencerle acababa con sus restos de paciencia y lo notabas dispuesto al salto, a dejar salir la fiera herida que no tenía nada que perder.
A lo que hacíamos se llamaba velarlo. Constituía un esfuerzo casi sobrehumano. Una obligación desagradable de muchas horas del día y de la noche en que podía suceder cualquier cosa, también que la rabia que sentía lo pusiera de nuevo en pie y lo devolviera hecho un déspota furioso con un solo propósito, escapar de tu presencia, liberarse de un ingrato enemigo.
Para él tú eras una contrariedad con mando que le arrebataba la libertad. Te interponías con lo que debía cumplir si quería apaciguar aquellos terribles dolores físicos y dejar de verse hecho un guiñapo. En su cabeza sólo existía una obsesión, alcanzar la dosis tranquilizadora. Y si para eso tenía que pasar por encima de ti no iba a dudarlo ni un minuto. Lo haría a insultos y gritos.
Al final de todo ese proceso siempre estaba la calle, el territorio abierto donde era muy capaz de desenvolverse, reconocer señales y propiciar encuentros. La calle le llamaba con una atracción irresistible. Sin embargo alcanzarla requería de unas energías que a duras penas tenía. A pesar del mucho alcohol ingerido y de la rabia acumulada, ni las piernas ni la cabeza le respondían. Entonces, en su delirio, te pedía que fueras tú, que se la trajeses, y eso convertía la realidad del momento en un disparatado absurdo. Si tú estabas allí para evitarle ese viaje cómo ibas a ir en busca de la dosis que calmara su dolor. Tratar de convencerle acababa con sus restos de paciencia y lo notabas dispuesto al salto, a dejar salir la fiera herida que no tenía nada que perder.