viernes, 27 de noviembre de 2009

11

A lo que hacíamos se llamaba velarlo. Constituía un esfuerzo casi sobrehumano. Una obligación desagradable de muchas horas del día y de la noche en que podía suceder cualquier cosa, también que la rabia que sentía lo pusiera de nuevo en pie y lo devolviera hecho un déspota furioso con un solo propósito, escapar de tu presencia, liberarse de un ingrato enemigo.
Para él tú eras una contrariedad con mando que le arrebataba la libertad. Te interponías con lo que debía cumplir si quería apaciguar aquellos terribles dolores físicos y dejar de verse hecho un guiñapo. En su cabeza sólo existía una obsesión, alcanzar la dosis tranquilizadora. Y si para eso tenía que pasar por encima de ti no iba a dudarlo ni un minuto. Lo haría a insultos y gritos.
Al final de todo ese proceso siempre estaba la calle, el territorio abierto donde era muy capaz de desenvolverse, reconocer señales y propiciar encuentros. La calle le llamaba con una atracción irresistible. Sin embargo alcanzarla requería de unas energías que a duras penas tenía. A pesar del mucho alcohol ingerido y de la rabia acumulada, ni las piernas ni la cabeza le respondían. Entonces, en su delirio, te pedía que fueras tú, que se la trajeses, y eso convertía la realidad del momento en un disparatado absurdo. Si tú estabas allí para evitarle ese viaje cómo ibas a ir en busca de la dosis que calmara su dolor. Tratar de convencerle acababa con sus restos de paciencia y lo notabas dispuesto al salto, a dejar salir la fiera herida que no tenía nada que perder.

lunes, 16 de noviembre de 2009

10

Cuando mi hermano estaba en la desesperación del mono maldecía y deseaba que todo cesara lo más rápidamente posible. Esa necesidad inducida lo aniquilaba como persona y lo malbarataba.
Una vez bajo la influencia blanca dejas de ser tú. No sirves para otra cosa más que para fatigar la buena voluntad de quienes tratan de ayudarte.
A mi hermano le desquiciaba verse dependiente de otros. Un muñeco enfermo al que a veces en mitad del sufrimiento se le permitía el alivio de una tregua artificial. Entonces advertía con horror la situación en que se hallaba, la inutilidad de un esfuerzo sin provecho.
Era un fantasma en lo alto del fino alambre. Una ruina humana en el centro del huracán. Incapaz de pensar por sí mismo con claridad y de hilvanar frases con sentido. Tan sólo atado a la quejumbrosa voz de un cuerpo retorcido sobre un jergón. El dueño de unas gafas de pasta negra con gruesos y fríos cristales de miope porque las lentillas le quemaban.
La imagen de alguien que galopa sobre locas alucinaciones por una escalera inacabable. Un Sísifo reducido a su condena.
Lo demás que sintiera intentó recogerlo en poemas y dibujos que han desaparecido.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

9

No hay condolencias que valgan para un yonqui de cuarenta años. La mayoría suelen morir bastante antes. A José Manuel lo sacaron los bomberos de un aseo familiar ante la desesperación de su madre y hermanos que habían oído el golpe sordo tras la puerta clausurada. A César le estalló el corazón una noche que regresaba de su cita habitual con el proveedor en un callejón anexo a un mercado muy popular del barrio del Carmen, territorio de gatos pendencieros. Miguel, la cabra, fue incinerado con vergüenza y prisas poco después de que un vecino alarmado avisara al servicio de urgencias porque no aguantaba el hedor que partía de aquel piso en Paterna.
Para mí siempre serán amigos ausentes. Amigos que colgaron los hábitos de la conversación en mitad de las risas para darse un garbeo por las cimas de la desolación. Un garbeo que ya dura demasiado.
A pesar del tiempo transcurrido sigo añorando el lugar que ocupaban en el mundo. Sus ansias ilimitadas de descubrimiento. Su insaciabilidad. Sus obras caritativas con nuestra hambre a fin de mes cuando traían tarteras con comida preparada por sus madres y fingían el empeño de que degustáramos las maestrías riojanas.
Sus visitas intempestivas a las tantas de la noche, su sano alborozo, en clara reyerta contra el sueño, enfervorizados y contentos, deseosos de rescatar al amigo dormido con desafíos y bravatas.
También recuerdo sus ebrios afanes por beberse y devorar la vida. Tragársela a borbotones. Impacientes por acudir a las llamadas nuevas. A las voces emergentes de la música y la literatura que proclamaban el advenimiento de sucesos que no había que perderse.
Gritando con todo su aliento entre idilios urgentes y, el peor de todos, la naciente e ineludible atracción por los paraísos artificiales.
De alguna manera sigo pegado a las hebras de esos vagos recuerdos que se sueñan solos. Encadenado a una estela de plata y sal. Echándoles a faltar.
Aunque ya no me acosan tan asiduamente las preguntas de siempre: ¿Por qué se dejaron ir? ¿Por qué se dejaron sorprender y seducir por esa horrible ladrona de horas? ¿Por qué nos abandonaron a los demás en este valle de lágrimas?

lunes, 9 de noviembre de 2009

8
A mi hermano le alcanzó la percepción de estar fuera de su tiempo. Hablé muchas veces con él del asunto de la supervivencia y lo que pienso ahora es que él dejó de intentarlo o lo intentó a su manera pero sin mucha convicción, casi sin creérselo. La pérdida de los amigos no le afligía y cuando hacía mención de ellos lo consideraba el resultado de un proceso natural, el viaje a ninguna parte desde un pasado compartido que tenía previstas todas las paradas de estación, también la última.
Unos se irían antes, otros después; esa verdad proclamada lo era todo, y el sitio que ocuparas en la lista resultaba indiferente. Al final tendría que llegar tu puesta de sol, aquella de la que hablaba Neil Young en sus canciones.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

7
Muchos años después, en largos vuelos intercontinentales, me he sorprendido muy cerca de otras nubes. Justo al otro lado de mi ventanilla redonda he sentido una irresistible necesidad de acogida: la tentación de lanzarme sobre ese confortable colchón de plumas de nata y algodón, seguro de no recibir daño alguno, de no estar expuesto a leyes físicas.
Tal vez mi hermano, a su manera, sintió alguna vez algo parecido. No lo sé. Pero si sé que lo vi llorar al contemplar esos encendidos atardeceres. Es claro que el exceso de alcohol y de hierba reblandecía las defensas naturales y propiciaba ciertas manifestaciones sensibleras que siempre habíamos creído asunto de otros. Sin embargo no recuerdo que se hiciera escarnio o mofa si te descubrían apartándote del lugar para volver poco después.

domingo, 1 de noviembre de 2009

6

Yo tenía mis momentos y entonces me acercaba a un mar dormido donde conseguía recuperar parte de la calma interior que necesitaba para seguir adelante. A veces lo lograba sin grandes esfuerzos, atemperar mi inevitable sentimiento trágico de la vida, mi desconsuelo congénito. Con sentir la arena dura en la planta de los pies me bastaba. También tumbarme con los dedos de las manos cruzados detrás de la nuca en un cañaveral resguardado del viento. Así me dejaba ir. Hasta que llegaban ellas, el harén de palabras que como mujeres desnudas danzaban para mí y exhibían toda su lubricidad. Era como si al exhibirse de semejante manera dispusieran para siempre de un necio cumplidor, que las fuera a cortejar y servir para los restos.
Tal era mi relación con las palabras entonces. Las temía pero era incapaz de prescindir de ellas. Escribía y soñaba que escribía sobre mi vida y la de otros cercanos a mí. Fanático seguidor de Jack Kerouac, anhelaba una vida como la suya, unos amigos tan locos como aquellos. Y enfermo de escritura como estaba, garabateando siempre entre imposibles cuadernos, me curaba de los males de altura juveniles, incluidas depresiones.
Escribía: “Mar adentro hay alfileres de luz que bien pueden ser cargueros o petroleros, y al azar del cielo diamantes, jirafas, montañas, perfiles, trapecios…que otros llamarían nubes. Estoy en medio de sucesos que se cumplen ajenos a mí, aunque ninguno comparable al disco rojo de vetas anaranjadas que bebe insaciable en las sienes plateadas de las aguas antes de desaparecer tras la línea del horizonte”. Escribía y escribía.