viernes, 22 de enero de 2010

19

Me doy cuenta de que hay picos de la sábana quemados. Incluso detecto ampollas en la palma de su mano. Quiero salir del coche que me lleva a Talayuelas con mi madre, pero creo que esto es peor. Él está revolviendo entre las cintas de música esparcidas por el suelo y la cama. Habla a gritos. A lo mejor es la música que atruena. No sé si me reconoce como interlocutor o se habla a sí mismo. Hasta que comprendo que se trata de mí una vez más y opongo una limitada capacidad de atención porque el alcohol me aturde. Está insistiendo en lo mismo de antes. Como si no pudiera salir de esa idea fija. Me dice: “Ahora vas de persona cuerda y responsable. Crees que mereces más que yo que la vida te trate bien”.
“No pienso en eso”, le digo. “No pretendo que me traten ni mejor ni peor que a los demás”, pero también le digo: “Tú no eres el único que tiene problemas”. Sé que de esa forma le doy hilo al carrete, aunque presumo que si podemos mantenernos en la superficie de esas olas de palabras no surgirán escenarios más dolorosos. Tampoco sé qué me hace creer esto. Ni por qué discurro así. No tengo otro plan que salir de allí y seguir con mi vida. Esa es la auténtica verdad.
“¿Y puede saberse qué te preocupa a ti hoy en día?”, insiste él. “Sólo tienes que aguantar a la histérica de tu mujer”. Ya salió, me digo. Tenía que aludir a ella. Y sin embargo recuerdo en una fracción de segundo, no dura más, la llamada desde el telefonillo del portal una madrugada. La aparición de ellos dos en la puerta pidiendo un lugar donde dormir. P. les prepara una cama en el cuarto de estar. Los deja instalados. Apenas les dirige la palabra, pero cuando regresamos al dormitorio, sentencia: “no quiero verlos por la mañana cuando me levante. De hecho ya no voy a pegar ojo en toda la noche”. Ella sabe que me hiere con ese comentario, pero vivimos en una casa de su madre y las relaciones entre los cuatro hace mucho que terminaron. Cuando me levanto en la mañana ellos ya se han ido.

domingo, 10 de enero de 2010

18

Conforme lo dice vuelvo al recuerdo de un viaje a Talayuelas. Llevo a mi madre en el asiento de al lado. Estamos ella y yo solos. Hasta Utiel mi mente no deja de repasar una y otra vez lo que voy a decir. Lo que he tardado tanto tiempo en atreverme a confesar. Hago acopio de fuerzas. Ajusto cada palabra para no equivocarme, sabiendo de antemano que nada podrá justificar lo que diga y que tan sólo intento reparar un error de años. Salvarme con la delación de mi complicidad con esta barbarie que se ha llevado a tantos amigos y está amenazando la vida de mi hermano. Es entonces que le doy la primera noticia a mi madre de los pleitos de la droga, de cómo su hijo está en lo peor de esa historia de dolor y miserias, que ya no se basta a sí mismo, que hay acreedores y peligros muy ciertos que le acechan. Recuerdo el gesto alarmado y confundido de mi madre que repite una y otra vez sin mucha convicción: “pero algo se podrá hacer, incluso hoy en día algo se podrá hacer, ¿no es cierto?”
Mi madre tardará meses en pedirme nuevas explicaciones. Y entre ellas la que yo más temía: “¿por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué has permitido que las cosas lleguen hasta este extremo? ¿Cómo has sido capaz?”
El reproche de mi madre y la sorpresa de mi hermano se cruzan en el tiempo. He bebido en exceso a lo largo de las horas anteriores. Mi hermano nunca entendió que hiciera lo que hice, que traicionara su confianza. Que quisiera lavar mi mala conciencia. Creyó que, como yo había iniciado una nueva vida junto a Pilar al margen de todos ellos, pretendía conquistar mi propio perdón, mi lugar en el mundo. Y también recuperar parte del terreno perdido dentro de la familia. Para él siempre sería visible esa señal que nos hacía reconocibles. Y si ambos habíamos sido castigados a compartir aquella habitación con patio interior por nuestra actitud desafiante, chulesca y contestataria, años después él seguía en abierto desafío contra todo y yo había claudicado. Así lo veía él ahora.

lunes, 4 de enero de 2010

17

“Llevas mucho tiempo aquí dentro y están preocupados, le digo sin dejarme avasallar. Tantas visitas al cuarto de baño les tienen en ascuas”. Suena a modo de disculpa por irrumpir así. Sonríe apenado porque comprende que mi respuesta confirma sus sospechas de que ellos me han mandado. “Ya veo que eres un simple mensajero”, me ataca; “A lo mejor es el precio que debes pagar”. Se está desquitando conmigo pero al mismo tiempo mi presencia no contiene en nada su ánimo destructivo. Si es Neil Young el que toca esa guitarra suena como un estilete punteándote detrás del cerebro. ¿Estará en esta cinta la canción que dice que un yonki es como una puesta de sol? No sé por qué esa idea se me ha vuelto obsesiva de pronto. También me sorprende que, en contra de su costumbre, mi hermano intente llevar su ira al terreno personal.
“No finjas que esto te importa una mierda”, me dedica de pronto todo su desprecio. Está bien, me digo a mí mismo, no fingiré nada que puedas utilizar contra mí en esta habitación, pero en su lugar él escucha lo que sigue: “Hace tiempo que tú y yo no tenemos nada que decirnos, pero ellos creen que a lo mejor sí”. “Ellos sólo creen lo que tú les has hecho creer”, me recrimina él, “porque de pronto te has vuelto muy obediente y eres peor que una rata arrepentida”.