19
Me doy cuenta de que hay picos de la sábana quemados. Incluso detecto ampollas en la palma de su mano. Quiero salir del coche que me lleva a Talayuelas con mi madre, pero creo que esto es peor. Él está revolviendo entre las cintas de música esparcidas por el suelo y la cama. Habla a gritos. A lo mejor es la música que atruena. No sé si me reconoce como interlocutor o se habla a sí mismo. Hasta que comprendo que se trata de mí una vez más y opongo una limitada capacidad de atención porque el alcohol me aturde. Está insistiendo en lo mismo de antes. Como si no pudiera salir de esa idea fija. Me dice: “Ahora vas de persona cuerda y responsable. Crees que mereces más que yo que la vida te trate bien”.
“No pienso en eso”, le digo. “No pretendo que me traten ni mejor ni peor que a los demás”, pero también le digo: “Tú no eres el único que tiene problemas”. Sé que de esa forma le doy hilo al carrete, aunque presumo que si podemos mantenernos en la superficie de esas olas de palabras no surgirán escenarios más dolorosos. Tampoco sé qué me hace creer esto. Ni por qué discurro así. No tengo otro plan que salir de allí y seguir con mi vida. Esa es la auténtica verdad.
“¿Y puede saberse qué te preocupa a ti hoy en día?”, insiste él. “Sólo tienes que aguantar a la histérica de tu mujer”. Ya salió, me digo. Tenía que aludir a ella. Y sin embargo recuerdo en una fracción de segundo, no dura más, la llamada desde el telefonillo del portal una madrugada. La aparición de ellos dos en la puerta pidiendo un lugar donde dormir. P. les prepara una cama en el cuarto de estar. Los deja instalados. Apenas les dirige la palabra, pero cuando regresamos al dormitorio, sentencia: “no quiero verlos por la mañana cuando me levante. De hecho ya no voy a pegar ojo en toda la noche”. Ella sabe que me hiere con ese comentario, pero vivimos en una casa de su madre y las relaciones entre los cuatro hace mucho que terminaron. Cuando me levanto en la mañana ellos ya se han ido.
Me doy cuenta de que hay picos de la sábana quemados. Incluso detecto ampollas en la palma de su mano. Quiero salir del coche que me lleva a Talayuelas con mi madre, pero creo que esto es peor. Él está revolviendo entre las cintas de música esparcidas por el suelo y la cama. Habla a gritos. A lo mejor es la música que atruena. No sé si me reconoce como interlocutor o se habla a sí mismo. Hasta que comprendo que se trata de mí una vez más y opongo una limitada capacidad de atención porque el alcohol me aturde. Está insistiendo en lo mismo de antes. Como si no pudiera salir de esa idea fija. Me dice: “Ahora vas de persona cuerda y responsable. Crees que mereces más que yo que la vida te trate bien”.
“No pienso en eso”, le digo. “No pretendo que me traten ni mejor ni peor que a los demás”, pero también le digo: “Tú no eres el único que tiene problemas”. Sé que de esa forma le doy hilo al carrete, aunque presumo que si podemos mantenernos en la superficie de esas olas de palabras no surgirán escenarios más dolorosos. Tampoco sé qué me hace creer esto. Ni por qué discurro así. No tengo otro plan que salir de allí y seguir con mi vida. Esa es la auténtica verdad.
“¿Y puede saberse qué te preocupa a ti hoy en día?”, insiste él. “Sólo tienes que aguantar a la histérica de tu mujer”. Ya salió, me digo. Tenía que aludir a ella. Y sin embargo recuerdo en una fracción de segundo, no dura más, la llamada desde el telefonillo del portal una madrugada. La aparición de ellos dos en la puerta pidiendo un lugar donde dormir. P. les prepara una cama en el cuarto de estar. Los deja instalados. Apenas les dirige la palabra, pero cuando regresamos al dormitorio, sentencia: “no quiero verlos por la mañana cuando me levante. De hecho ya no voy a pegar ojo en toda la noche”. Ella sabe que me hiere con ese comentario, pero vivimos en una casa de su madre y las relaciones entre los cuatro hace mucho que terminaron. Cuando me levanto en la mañana ellos ya se han ido.