18
Conforme lo dice vuelvo al recuerdo de un viaje a Talayuelas. Llevo a mi madre en el asiento de al lado. Estamos ella y yo solos. Hasta Utiel mi mente no deja de repasar una y otra vez lo que voy a decir. Lo que he tardado tanto tiempo en atreverme a confesar. Hago acopio de fuerzas. Ajusto cada palabra para no equivocarme, sabiendo de antemano que nada podrá justificar lo que diga y que tan sólo intento reparar un error de años. Salvarme con la delación de mi complicidad con esta barbarie que se ha llevado a tantos amigos y está amenazando la vida de mi hermano. Es entonces que le doy la primera noticia a mi madre de los pleitos de la droga, de cómo su hijo está en lo peor de esa historia de dolor y miserias, que ya no se basta a sí mismo, que hay acreedores y peligros muy ciertos que le acechan. Recuerdo el gesto alarmado y confundido de mi madre que repite una y otra vez sin mucha convicción: “pero algo se podrá hacer, incluso hoy en día algo se podrá hacer, ¿no es cierto?”
Mi madre tardará meses en pedirme nuevas explicaciones. Y entre ellas la que yo más temía: “¿por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué has permitido que las cosas lleguen hasta este extremo? ¿Cómo has sido capaz?”
El reproche de mi madre y la sorpresa de mi hermano se cruzan en el tiempo. He bebido en exceso a lo largo de las horas anteriores. Mi hermano nunca entendió que hiciera lo que hice, que traicionara su confianza. Que quisiera lavar mi mala conciencia. Creyó que, como yo había iniciado una nueva vida junto a Pilar al margen de todos ellos, pretendía conquistar mi propio perdón, mi lugar en el mundo. Y también recuperar parte del terreno perdido dentro de la familia. Para él siempre sería visible esa señal que nos hacía reconocibles. Y si ambos habíamos sido castigados a compartir aquella habitación con patio interior por nuestra actitud desafiante, chulesca y contestataria, años después él seguía en abierto desafío contra todo y yo había claudicado. Así lo veía él ahora.
Conforme lo dice vuelvo al recuerdo de un viaje a Talayuelas. Llevo a mi madre en el asiento de al lado. Estamos ella y yo solos. Hasta Utiel mi mente no deja de repasar una y otra vez lo que voy a decir. Lo que he tardado tanto tiempo en atreverme a confesar. Hago acopio de fuerzas. Ajusto cada palabra para no equivocarme, sabiendo de antemano que nada podrá justificar lo que diga y que tan sólo intento reparar un error de años. Salvarme con la delación de mi complicidad con esta barbarie que se ha llevado a tantos amigos y está amenazando la vida de mi hermano. Es entonces que le doy la primera noticia a mi madre de los pleitos de la droga, de cómo su hijo está en lo peor de esa historia de dolor y miserias, que ya no se basta a sí mismo, que hay acreedores y peligros muy ciertos que le acechan. Recuerdo el gesto alarmado y confundido de mi madre que repite una y otra vez sin mucha convicción: “pero algo se podrá hacer, incluso hoy en día algo se podrá hacer, ¿no es cierto?”
Mi madre tardará meses en pedirme nuevas explicaciones. Y entre ellas la que yo más temía: “¿por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué has permitido que las cosas lleguen hasta este extremo? ¿Cómo has sido capaz?”
El reproche de mi madre y la sorpresa de mi hermano se cruzan en el tiempo. He bebido en exceso a lo largo de las horas anteriores. Mi hermano nunca entendió que hiciera lo que hice, que traicionara su confianza. Que quisiera lavar mi mala conciencia. Creyó que, como yo había iniciado una nueva vida junto a Pilar al margen de todos ellos, pretendía conquistar mi propio perdón, mi lugar en el mundo. Y también recuperar parte del terreno perdido dentro de la familia. Para él siempre sería visible esa señal que nos hacía reconocibles. Y si ambos habíamos sido castigados a compartir aquella habitación con patio interior por nuestra actitud desafiante, chulesca y contestataria, años después él seguía en abierto desafío contra todo y yo había claudicado. Así lo veía él ahora.
Debió ser muy duro.
ResponderEliminarSaludos.