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La música tal vez sirva de puente. Siempre fue una aliada de los dos, lo mismo que los libros. Si no teníamos qué decirnos, la música y los libros nos otorgaban la ilusión de compartir algo. Pero está cada vez más impaciente. Mira por la ventana como si esperara a alguien. Se pone de pronto a recordar un viaje a Londres que hicimos su ex, otro amigo y yo. La sorpresa que se llevó cuando a duras penas nos reconoció en la habitación donde estaba viviendo. Él no tenía idea de que nosotros fuéramos a aparecer y estaba tan pasado que creía estar dentro de un sueño.
Yo estoy por contarle lo que él ignora de ese viaje. Las muchas posibilidades que tuve de quedarme más solo que la una en una gran sala del aeropuerto donde me metieron tras un leve interrogatorio. Las tres horas de angustia que pasé con mi bolsa de mano, sin conocer a nadie más y con apenas 15.000 pesetas en el bolsillo. Olga había pasado en su neceser montañas de anfetamina. César llevaba la última dirección conocida que tenía de mi hermano, y yo era el tercero en discordia. Sin destreza alguna con el idioma me había apuntado al viaje sorpresa a última hora. Era tan absurda mi situación en aquel sitio que incluso recuerdo que dejé de pensar. Hiciera lo que hiciera no veía salida alguna y lo acepté como un hecho inevitable al que sucedería otro y luego otro. Así que no me resistí. Hasta que apareció César en la misma sala donde yo estaba retenido con otras personas y pude respirar hondo. Me dijo que había visto a Olga pasar sin dificultad y un par de horas después fuimos nosotros los que pudimos hacerlo.
Todavía puedo ver la mano del policía en el aeropuerto señalando un enorme cartel publicitario junto a las escaleras mecánicas que llevaban al metro y que decía: welcome to London.
Pero desisto de profundizar en ese recuerdo. Mi hermano no me hace caso. Sigue a su ritmo, locuaz a veces, entregado a la música, metiendo y sacando cosas en una gran bolsa de lona que hay encima de la cama. Entonces dice algo que me llega muy adentro. No sé qué puede ser, pero sé que le salto a la cara aún sabiendo que él está muy pasado y yo mismo bastante bebido. Le digo: “La verdad es que no es un plato de buen gusto estar contigo. Preferiría estar en mil sitios antes que aquí”. Pero para mi sorpresa no se inmuta y hasta parece relajarse. Eso nos permite compartir recuerdos de otro tiempo. Intercalar historias recientes de cada uno. Incluso deslizar algún proyecto de futuro poco serio ya que tanto él como yo estamos en la enseñanza y se supone que aquello puede generar cierta complicidad. Pero no dura. Su estado de excitabilidad va en aumento y ya hace planes para salir a la calle. Me nombra a tres o cuatro personas que yo también conozco, pero a las que hace años que he perdido la pista. Es entonces que alcanzo a ver una de esas carpetas azules clásicas de estudiante donde guarda poemas y dibujos, junto a cartas y otros enseres personales. Él sorprende mi gesto y la hace volar hasta la mesa donde estoy. “La escritura iba a salvarnos, recuerdas”, y se pone a reír abiertamente, sin complejos. “Todavía estoy esperando tus obras completas”. Como ve que no hago intención de revolver entre las hojas, se acerca y recoge la carpeta.”Será mejor dejarlo como está. Lo que hay ahí ya no nos pertenece a ninguno de los dos”.
La música tal vez sirva de puente. Siempre fue una aliada de los dos, lo mismo que los libros. Si no teníamos qué decirnos, la música y los libros nos otorgaban la ilusión de compartir algo. Pero está cada vez más impaciente. Mira por la ventana como si esperara a alguien. Se pone de pronto a recordar un viaje a Londres que hicimos su ex, otro amigo y yo. La sorpresa que se llevó cuando a duras penas nos reconoció en la habitación donde estaba viviendo. Él no tenía idea de que nosotros fuéramos a aparecer y estaba tan pasado que creía estar dentro de un sueño.
Yo estoy por contarle lo que él ignora de ese viaje. Las muchas posibilidades que tuve de quedarme más solo que la una en una gran sala del aeropuerto donde me metieron tras un leve interrogatorio. Las tres horas de angustia que pasé con mi bolsa de mano, sin conocer a nadie más y con apenas 15.000 pesetas en el bolsillo. Olga había pasado en su neceser montañas de anfetamina. César llevaba la última dirección conocida que tenía de mi hermano, y yo era el tercero en discordia. Sin destreza alguna con el idioma me había apuntado al viaje sorpresa a última hora. Era tan absurda mi situación en aquel sitio que incluso recuerdo que dejé de pensar. Hiciera lo que hiciera no veía salida alguna y lo acepté como un hecho inevitable al que sucedería otro y luego otro. Así que no me resistí. Hasta que apareció César en la misma sala donde yo estaba retenido con otras personas y pude respirar hondo. Me dijo que había visto a Olga pasar sin dificultad y un par de horas después fuimos nosotros los que pudimos hacerlo.
Todavía puedo ver la mano del policía en el aeropuerto señalando un enorme cartel publicitario junto a las escaleras mecánicas que llevaban al metro y que decía: welcome to London.
Pero desisto de profundizar en ese recuerdo. Mi hermano no me hace caso. Sigue a su ritmo, locuaz a veces, entregado a la música, metiendo y sacando cosas en una gran bolsa de lona que hay encima de la cama. Entonces dice algo que me llega muy adentro. No sé qué puede ser, pero sé que le salto a la cara aún sabiendo que él está muy pasado y yo mismo bastante bebido. Le digo: “La verdad es que no es un plato de buen gusto estar contigo. Preferiría estar en mil sitios antes que aquí”. Pero para mi sorpresa no se inmuta y hasta parece relajarse. Eso nos permite compartir recuerdos de otro tiempo. Intercalar historias recientes de cada uno. Incluso deslizar algún proyecto de futuro poco serio ya que tanto él como yo estamos en la enseñanza y se supone que aquello puede generar cierta complicidad. Pero no dura. Su estado de excitabilidad va en aumento y ya hace planes para salir a la calle. Me nombra a tres o cuatro personas que yo también conozco, pero a las que hace años que he perdido la pista. Es entonces que alcanzo a ver una de esas carpetas azules clásicas de estudiante donde guarda poemas y dibujos, junto a cartas y otros enseres personales. Él sorprende mi gesto y la hace volar hasta la mesa donde estoy. “La escritura iba a salvarnos, recuerdas”, y se pone a reír abiertamente, sin complejos. “Todavía estoy esperando tus obras completas”. Como ve que no hago intención de revolver entre las hojas, se acerca y recoge la carpeta.”Será mejor dejarlo como está. Lo que hay ahí ya no nos pertenece a ninguno de los dos”.
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