A los pocos días recibí la llamada en el Instituto. Mi hermano, a su vez, había iniciado sus clases como interino en un colegio privado de Liria donde, casualidad, el chico que lo llevaba en su coche había sido compañero mío tiempo atrás. Cuando llegué a mi casa mi mujer se limitó a decirme que fuera a la de mi madre. Lo hice y allí lo encontré. Primero fue una visión fugaz a través de la puerta del cuarto de estar, pero al entrar y salvar la mesa de mármol del comedor y desplazarme hacia la derecha me topé con todo el peso de su cuerpo vencido hacia adelante, de rodillas, fulminado, con la frente tocando la madera. Mi hermana ya le había quitado la aguja del brazo, y él parecía como si estuviera rezando en medio de un charco de vómito y orines. El olor en la habitación era insoportable. La televisión estaba puesta con un vídeo de música. Debía llevar así bastantes horas porque cuando fueron a meterle en la bolsa gris de lona oí primero el ruido áspero de la cremallera de la propia bolsa y luego el crujido de sus huesos al romperse.
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