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No hay condolencias que valgan para un yonqui de cuarenta años. La mayoría suelen morir bastante antes. A José Manuel lo sacaron los bomberos de un aseo familiar ante la desesperación de su madre y hermanos que habían oído el golpe sordo tras la puerta clausurada. A César le estalló el corazón una noche que regresaba de su cita habitual con el proveedor en un callejón anexo a un mercado muy popular del barrio del Carmen, territorio de gatos pendencieros. Miguel, la cabra, fue incinerado con vergüenza y prisas poco después de que un vecino alarmado avisara al servicio de urgencias porque no aguantaba el hedor que partía de aquel piso en Paterna.
Para mí siempre serán amigos ausentes. Amigos que colgaron los hábitos de la conversación en mitad de las risas para darse un garbeo por las cimas de la desolación. Un garbeo que ya dura demasiado.
A pesar del tiempo transcurrido sigo añorando el lugar que ocupaban en el mundo. Sus ansias ilimitadas de descubrimiento. Su insaciabilidad. Sus obras caritativas con nuestra hambre a fin de mes cuando traían tarteras con comida preparada por sus madres y fingían el empeño de que degustáramos las maestrías riojanas.
Sus visitas intempestivas a las tantas de la noche, su sano alborozo, en clara reyerta contra el sueño, enfervorizados y contentos, deseosos de rescatar al amigo dormido con desafíos y bravatas.
También recuerdo sus ebrios afanes por beberse y devorar la vida. Tragársela a borbotones. Impacientes por acudir a las llamadas nuevas. A las voces emergentes de la música y la literatura que proclamaban el advenimiento de sucesos que no había que perderse.
Gritando con todo su aliento entre idilios urgentes y, el peor de todos, la naciente e ineludible atracción por los paraísos artificiales.
De alguna manera sigo pegado a las hebras de esos vagos recuerdos que se sueñan solos. Encadenado a una estela de plata y sal. Echándoles a faltar.
Aunque ya no me acosan tan asiduamente las preguntas de siempre: ¿Por qué se dejaron ir? ¿Por qué se dejaron sorprender y seducir por esa horrible ladrona de horas? ¿Por qué nos abandonaron a los demás en este valle de lágrimas?
No hay condolencias que valgan para un yonqui de cuarenta años. La mayoría suelen morir bastante antes. A José Manuel lo sacaron los bomberos de un aseo familiar ante la desesperación de su madre y hermanos que habían oído el golpe sordo tras la puerta clausurada. A César le estalló el corazón una noche que regresaba de su cita habitual con el proveedor en un callejón anexo a un mercado muy popular del barrio del Carmen, territorio de gatos pendencieros. Miguel, la cabra, fue incinerado con vergüenza y prisas poco después de que un vecino alarmado avisara al servicio de urgencias porque no aguantaba el hedor que partía de aquel piso en Paterna.
Para mí siempre serán amigos ausentes. Amigos que colgaron los hábitos de la conversación en mitad de las risas para darse un garbeo por las cimas de la desolación. Un garbeo que ya dura demasiado.
A pesar del tiempo transcurrido sigo añorando el lugar que ocupaban en el mundo. Sus ansias ilimitadas de descubrimiento. Su insaciabilidad. Sus obras caritativas con nuestra hambre a fin de mes cuando traían tarteras con comida preparada por sus madres y fingían el empeño de que degustáramos las maestrías riojanas.
Sus visitas intempestivas a las tantas de la noche, su sano alborozo, en clara reyerta contra el sueño, enfervorizados y contentos, deseosos de rescatar al amigo dormido con desafíos y bravatas.
También recuerdo sus ebrios afanes por beberse y devorar la vida. Tragársela a borbotones. Impacientes por acudir a las llamadas nuevas. A las voces emergentes de la música y la literatura que proclamaban el advenimiento de sucesos que no había que perderse.
Gritando con todo su aliento entre idilios urgentes y, el peor de todos, la naciente e ineludible atracción por los paraísos artificiales.
De alguna manera sigo pegado a las hebras de esos vagos recuerdos que se sueñan solos. Encadenado a una estela de plata y sal. Echándoles a faltar.
Aunque ya no me acosan tan asiduamente las preguntas de siempre: ¿Por qué se dejaron ir? ¿Por qué se dejaron sorprender y seducir por esa horrible ladrona de horas? ¿Por qué nos abandonaron a los demás en este valle de lágrimas?
Hubo un tiempo en que sus amigos me hubieran gustado, es más me hubiese vuelto loca por alguno/todos de esos "traga vidas". No he tenido la suerte de contar con ninguna amiga con ese perfil. Y digo suerte porque, en mi fondo masoquista,siempre me gustó; ese beber desde la amistad; su forma de ver la vida: desesperada y esperanzada, todo al mismo tiempo; de tiovivo.
ResponderEliminarSigo haciéndome esas preguntas que para usted no son tan asiduas... de los amigos de verdad, siempre queda todo, como si siguieran a una llamada de distancia.
Besos