Las palabras a lo largo de aquellas horas están cargadas de reproches y recriminaciones. Con los ojos encendidos me acusa de haberme distanciado de él, de haberlo dejado solo, aunque poco después suaviza su comentario aceptando que son nuestras mujeres las que con sus paranoias y animadversión personal lo han conseguido por nosotros. Se remonta a tiempos lejanos y me sorprende por su capacidad de análisis y por su memoria. Incluso estando tan pasado como está no ha olvidado acontecimientos que a mí se me han desdibujado completamente. Resulta increíble que en esas circunstancias su mente pueda hacer ese recorrido de ida y vuelta, hasta que finalmente se pierde en algún escenario siniestro y deja de prestarme atención.
La conversación ha dejado de ser fluida; hace rato que los silencios duran demasiado, sólo se oye la música que atruena, pero las desconexiones se alargan y yo me encuentro muy a disgusto cuando él vuelve a la carga y me lanza nuevos reproche. Sin transición alguna va de ellos a otros sucesos divertidos o anticipa el nombre de un amigo muerto. Hablamos un rato más, a intervalos, porque ya va acelerado y ha hecho unas cuantas llamadas. Yo sé que no está para salir a la calle, pero eso no significa para él nada en absoluto. La calle es un espacio natural en su vida, un elemento cotidiano donde se desenvuelve sin grandes contratiempos. Hablamos de su presente laboral, bastante incierto, y no sé si también apuntamos la posibilidad de algún prometedor viaje para asistir a algún concierto. Nos mentimos como hemos hecho sobre otras muchas cosas. Tantos años distanciados hace imposible el menor gesto de conciliación, y si ha habido alguna franqueza por ambas partes, no es de la buena, resulta del todo inútil esperar y pretender cambiar las cosas a mejor y lo sabemos. Por eso no insistimos. Nuestras vidas ahora se cumplen sin el otro. Y aunque estemos en aquella habitación fingiendo que todavía queda algo de los viejos tiempos, ambos sabemos que no es así, que tras este paréntesis volveremos al lado de otras personas, en ambientes bien distintos. Desde hace mucho tiempo que podemos contar con los dedos de una mano nuestros momentos juntos.
La conversación ha dejado de ser fluida; hace rato que los silencios duran demasiado, sólo se oye la música que atruena, pero las desconexiones se alargan y yo me encuentro muy a disgusto cuando él vuelve a la carga y me lanza nuevos reproche. Sin transición alguna va de ellos a otros sucesos divertidos o anticipa el nombre de un amigo muerto. Hablamos un rato más, a intervalos, porque ya va acelerado y ha hecho unas cuantas llamadas. Yo sé que no está para salir a la calle, pero eso no significa para él nada en absoluto. La calle es un espacio natural en su vida, un elemento cotidiano donde se desenvuelve sin grandes contratiempos. Hablamos de su presente laboral, bastante incierto, y no sé si también apuntamos la posibilidad de algún prometedor viaje para asistir a algún concierto. Nos mentimos como hemos hecho sobre otras muchas cosas. Tantos años distanciados hace imposible el menor gesto de conciliación, y si ha habido alguna franqueza por ambas partes, no es de la buena, resulta del todo inútil esperar y pretender cambiar las cosas a mejor y lo sabemos. Por eso no insistimos. Nuestras vidas ahora se cumplen sin el otro. Y aunque estemos en aquella habitación fingiendo que todavía queda algo de los viejos tiempos, ambos sabemos que no es así, que tras este paréntesis volveremos al lado de otras personas, en ambientes bien distintos. Desde hace mucho tiempo que podemos contar con los dedos de una mano nuestros momentos juntos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario