sábado, 24 de abril de 2010

25


La nota de mi mujer que me pasan dice: vente para casa. No hay más detalles pero intuyo lo peor. En el coche recorro las posibles causas, todas malas, y la lista de nombres que pueden estar relacionados con ellas, hasta que me queda uno solo, el de mi hermano, y lo que me viene a la cabeza apenas me deja conducir.
(Recordé un día en el Instituto, a primera hora de la mañana. Estaba hojeando el periódico en la jefatura de estudios cuando una fotografía del diario me heló la sangre. Era la cara de un hombre muerto, sin identificar, al pie de la foto se pedía la colaboración ciudadana. No podía creerlo: era la viva imagen de mi hermano, su barba, su pelo lacio abundante y negro, largo por detrás de la nuca, el óvalo de la cara con su fina nariz, hasta los ojos vidriosos de miope eran los suyos. También la parte del chaquetón que se veía y el pañuelo al cuello.
Me quedé paralizado, y sólo fui capaz de mirar la hora en mi reloj, como si saber el minuto del día en que había descubierto aquella imagen fuera lo más importante en ese momento: las ocho de la mañana. Cuando empecé a reaccionar me di cuenta de que no sabía qué hacer, la angustia de la duda tras el sobresalto inicial me llenó de un espanto nuevo, desconocido hasta entonces, en diez minutos iba a sonar un timbre y tendría la primera clase, pero sabía que no podría moverme del despacho hasta que todo se solucionara. Era imposible que pudiera enfrentarme a ninguna clase sin resolver antes todas las incertidumbres que esa foto me causaba. Cualquier cosa era mejor que quedarme colgado de la duda. De modo que cogí el teléfono y llamé a mi hermana. Supongo que en la conversación deslicé parte de mi miedo tras enfrentarme a su sorpresa inicial por una llamada que no esperaba y que además era tan tempranera. No recuerdo cómo lo abordé ni si pregunté por él abiertamente o diferí el comentario sin atreverme a hablar todavía de lo que estaba viendo, esa foto de él, tan idéntica a él. Imagino que trataría de buscar las pistas seguras sin levantar alarmas innecesarias. Y supongo que hasta que no escuché de sus labios que había salido para sus clases el corazón no dejó de bombear sangre a ritmo frenético. No recuerdo cuanto tiempo transcurrió, ni si cuando recobré la calma y volví a mirar esa fotografía fui capaz de confesarle abiertamente mis temores: ¿has visto el periódico de hoy? La foto que trae de un muerto sin identificar. Prefiero imaginar que dejé a mi hermana preocupada tan sólo por mí, por mi extraña llamada, y que eso no constituía problema alguno comparado con la auténtica realidad del asunto. Sonaba el timbre del inicio de las clases y me despedí de ella jovialmente, con una broma muy de la familia ahora que ya sabía que podía enfrentarme a todo el resto de esa mañana con renovado brío, tranquilo y hasta más feliz que de costumbre).

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