Estuve unos cuantos días tratando de poner en orden mis ideas; en vano quise conectar con los amigos de antes, los que fueron una vez amigos de los dos, aquellos que todavía seguían vivos. Necesitaba ofrecerme una respuesta tranquilizadora, pero sabía que todo iba a ser inútil. Estaba ya muy lejos de esas personas y ellas, a su vez, nunca iban a confiar en mí ni me dirían nada. De modo que me resigné. Cerré ese capítulo triste sin apenas echar una lágrima.
Cuando vuelvo atrás me sorprende ese hecho: no lloré con la muerte de mi hermano; sin embargo, tiempo después, no paré de hacerlo con la muerte de mi perra; me sentí tan desconsolado tras la despedida en la fría mesa del veterinario que me la pasé llorando durante más de cien kilómetros camino del pueblo donde ella había sido tan feliz. Incluso me dejé Talayuelas tras de mí. Tanto era el dolor que sentía con la perra dentro de una bolsa roja de deportes camino del huerto de mi cuñado donde iba a enterrarla.
Recuerdo que cuando mi cuñado nos vio bajar del coche se sorprendió. Era ya noche cerrada y estaba esperando a los hombres de la familia ese fin de semana. Yo me había disculpado días antes por no asistir y al vernos aparecer, a Pilar y a mí, le costó reaccionar. Tal vez fue la bolsa roja que veía apoyada en mi pecho o las primeras palabras balbucientes de uno de los dos, pero con entera gravedad y comprensión nos llevó al paellero y puso en nuestras manos pala, azada y rastrillo. También se ofreció a ayudarnos a cavar en esa zona de la huerta donde Gilda siempre descansaba de sus correrías por el monte cercano o entre las vides.
Allí la enterramos con sus juguetes. Y al poco de hacerlo fueron llegando cuñados y sobrinos con sus cestas, vituallas y demás. Nos quedamos con ellos hasta más allá de las 3 de la madrugada, pero no aceptamos pasar la noche allí. Estaba tan bebido que no comprendo cómo Pilar, con lo precavida que es, me dejó conducir de regreso a Valencia. Recuerdo que caía una fina lluvia y que olía a madera quemada. Fue todo tan inusualmente extraño, tanto dolor en medio de las risas y chistes de los otros, que hasta noté un ligero alivio, aparente seguramente, porque el dolor pesa y no te abandona nunca del todo, pero estar allí con ellos nos hizo bien y he sacado la conclusión de que la risa de unos y el llanto de otros son manifestaciones de una única conmoción humana: el desamparo.
De mi hermano recuerdo que estaba obsesionado con recuperar su DNI; lo reclamé en el juzgado, lo reclamé a los forenses, se lo reclamé a la policía, en una acción sin sentido, hasta que alguien de casa me hizo desistir de esa demanda absurda.
Cuando vuelvo atrás me sorprende ese hecho: no lloré con la muerte de mi hermano; sin embargo, tiempo después, no paré de hacerlo con la muerte de mi perra; me sentí tan desconsolado tras la despedida en la fría mesa del veterinario que me la pasé llorando durante más de cien kilómetros camino del pueblo donde ella había sido tan feliz. Incluso me dejé Talayuelas tras de mí. Tanto era el dolor que sentía con la perra dentro de una bolsa roja de deportes camino del huerto de mi cuñado donde iba a enterrarla.
Recuerdo que cuando mi cuñado nos vio bajar del coche se sorprendió. Era ya noche cerrada y estaba esperando a los hombres de la familia ese fin de semana. Yo me había disculpado días antes por no asistir y al vernos aparecer, a Pilar y a mí, le costó reaccionar. Tal vez fue la bolsa roja que veía apoyada en mi pecho o las primeras palabras balbucientes de uno de los dos, pero con entera gravedad y comprensión nos llevó al paellero y puso en nuestras manos pala, azada y rastrillo. También se ofreció a ayudarnos a cavar en esa zona de la huerta donde Gilda siempre descansaba de sus correrías por el monte cercano o entre las vides.
Allí la enterramos con sus juguetes. Y al poco de hacerlo fueron llegando cuñados y sobrinos con sus cestas, vituallas y demás. Nos quedamos con ellos hasta más allá de las 3 de la madrugada, pero no aceptamos pasar la noche allí. Estaba tan bebido que no comprendo cómo Pilar, con lo precavida que es, me dejó conducir de regreso a Valencia. Recuerdo que caía una fina lluvia y que olía a madera quemada. Fue todo tan inusualmente extraño, tanto dolor en medio de las risas y chistes de los otros, que hasta noté un ligero alivio, aparente seguramente, porque el dolor pesa y no te abandona nunca del todo, pero estar allí con ellos nos hizo bien y he sacado la conclusión de que la risa de unos y el llanto de otros son manifestaciones de una única conmoción humana: el desamparo.
De mi hermano recuerdo que estaba obsesionado con recuperar su DNI; lo reclamé en el juzgado, lo reclamé a los forenses, se lo reclamé a la policía, en una acción sin sentido, hasta que alguien de casa me hizo desistir de esa demanda absurda.
Mi querida Isadora, a propósito del llanto desconsolado del protagonista por la muerte de su perra, permíteme una nota a pie de página:
ResponderEliminarNunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.
La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.
(La insoportable levedad del ser. Milan Kundera)