sábado, 26 de diciembre de 2009

16

La vez que pintó aquel cuarto con los rotuladores que tenía en la mesa fue un 24 de diciembre, pasada ya la medianoche. Recuerdo aquel rapto de locura y alucinación. Todavía puedo ver las rayas y círculos que manchan las paredes y hacen saltar parte de la pintura azul cuando clava con saña la punta del rotulador. Los garabatos están por todas partes. Hasta los objetos han sido señalados por la furia devastadora de su mano. Las tintas cruzan la pantalla de la lámpara, los visillos de las cortinas, el cristal de la ventana. Es un ambiente de vaga irrealidad presidido por unas cuantas velas encendidas que enseñan lagos de cera espesa pegada en los muebles. También en la funda de almohada. Incluso hay enormes goterones fríos en el suelo.
Mi hermano se está liando un cigarro con inusitada destreza. Al verme entrar se ha girado en el sentido de la puerta y por un momento aparenta la calma de la tristeza, pero me escudriña con desconfianza, molesto por mi intromisión. Sé que le he pillado en mitad de algo para lo que no he sido invitado. Mi irrupción le enerva. Creo que distingo al fondo la voz y la guitarra de Neil Young. A lo mejor es ahí donde está esa frase tan repetida por él: un yonki es como una puesta de sol.
Me dice que me vaya, sin ceremonias, cortante. “Largo,- repite-, sé que estás aquí por ellos”. Todo es cuestión de décimas de segundo. Si reculo y cierro la puerta ya no seré capaz de volver a abrirla, me digo. Entonces avanzo. No es una decisión firme que haya tomado voluntariamente sino que me sorprendo a mí mismo en la acción de avanzar y pasar ante él. Ya estoy tras la mesa del escritorio junto a la ventana. Toda la comprensión de que soy capaz regresa a mi sistema nervioso y analizo la situación. Es propio de mí actuar de esa forma. Como conozco las reacciones de mi hermano por otras ocasiones, deduzco que estoy en el lugar correcto, a unos metros de distancia, mirando sin desaprobación ni interés. Lo cierto es que si a él le ha sorprendido mi irrupción yo tampoco las tengo todas conmigo. No estoy preparado para mantener ningún encuentro más allá de la una de la madrugada de una noche tan especial como es ésta. Nunca he podido estar a la altura de ciertos compromisos, pero sé que afuera hay personas esperando respuestas.
Ambos nos concedemos un mínimo respiro y miramos la calle solitaria. Tan solo unos parches de luz en ventanas cercanas donde siluetas de gente en movimiento tratan de celebrar la nochebuena.
En casa la navidad está al otro lado de esta habitación, tras un pequeño trozo de pasillo oscuro y un recibidor sobrecargado de abrigos y chaquetones. En el salón-comedor donde más de 20 personas fingen debajo de gorros rojos con borlas blancas, pertrechados de panderetas y matasuegras, que es una noche venturosa y feliz. Aunque todos hemos visto lo mismo. A mi hermano que, poco antes de las doce, se ha borrado de un plumazo de la fiesta disparando todas las alarmas. Y ante su tardanza me han lanzado en su busca.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

15

Supongo que cuando llegó con su petate a cuestas y escogió la habitación de enfrente a la que compartimos años atrás, fue por una especie de legítima defensa contra el infortunio. Y también para desquitarse del abrumador peso del pasado, pues la habitación que ahora no quería merecimos compartirla los dos por nuestras alocadas correrías adolescentes y en pago a nuestras malas cabezas.
Así que su petate descansó sobre la cama de la habitación que había sido de nuestro hermano pequeño antes de marcharse a estudiar a Madrid y que tenía la ventaja adicional de enseñar parte de la calle Colón. Allí se sentía más tranquilo porque podía avistar sus citas por la ventana y salir disparado.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

14

Las drogas te lo quitan todo: familia, amigos, respeto, capacidad de sentir emociones humanas. Malvendes muebles y almas para pagarte la dosis siguiente. No ves el momento porque no ves más allá de ese estado de necesidad. Luego vendrán oleadas de esos estados: otro y otro y otro… hasta que saldes los restos y ya no dispongas de vida ni hacienda. Tampoco te resultará fácil cumplir con un trabajo de manera regular y te arrastrarás en la piel del muerto que te ocupa.
Mi hermano se había quedado con lo puesto, así que regresó a casa de mi madre bastantes años después de haber salido de allí para vivir su vida.
Si uno lo piensa es fácil advertir el estado de amarga desolación y derrota que debió invadirle. El desamparo que le roería las entrañas. Y aunque mantenía casi intactas sus relaciones con el mundo exterior, la mayoría de esos contactos, o al menos los que más le interesaban, tenían que ver con su adicción a las drogas, con proveedores, colaboradores en sablazos o consumidores habituales.
Mi hermano necesitaba todo el dinero que ganaba para mantenerse a flote y no sufrir el síndrome de abstinencia y, sin otros recursos, la casa de mi madre supuso para él una habitación sin gastos y derecho a comida.
Conociéndole, es seguro que antes intentó otras posibilidades, pero fue inútil. La gente se cansaba pronto de tenerlo en casa, apalancado en el sofá, bebido y fumado, en interminables noches de etílica verborrea. Incluso una antigua amiga que puso todo su empeño, desistió a los pocos días porque él no ponía nada de su parte ni estaba por la labor de colaborar. Tampoco se dejaba ayudar. Además de irritable y déspota, se mostraba arrogante en extremo, como si todo aquello no fuera con él y los demás le debieran pleitesía. Con esa actitud disminuía la ya de por sí escasa lista de benefactores dispuestos a poner a prueba su buena voluntad para con él

sábado, 5 de diciembre de 2009

13

En una ocasión, y ante el aviso de un amigo común, mi mujer y yo nos fuimos a pasar una corta temporada con ellas. Con el pretexto de que mi mujer era médica y mi madre andaba un tanto delicada de los huesos y sin poder levantarse de la cama, nos quedamos varias semanas. Mi madre nunca supo los auténticos motivos de nuestra estancia en su casa, pero el consejo que recibimos del amigo fue muy claro:
“Yo de vosotros no lo dudaría. Iría unos días, hasta que todo se tranquilice y os convenzáis de que no va a pasar nada”. Lo que él había oído tenía que ver con ciertos planes que colocaban a mi hermano en el acto de una acción desesperada, junto con otras personas que supuestamente iban a entrar a robar, ya que necesitaba saldar unas cuantas deudas urgentes.

martes, 1 de diciembre de 2009

12

Una vez mi hermano pintó con rotuladores la habitación que ocupaba en casa de mi madre. Su ex mujer y sus dos hijos vivían en otra ciudad desde hacía años y él sobrevivía a duras penas con las clases de inglés que conseguía. Le pagaban poco y era incapaz de alquilarse un piso y empezar de nuevo. Aunque esos planes le rondaban la cabeza desde el día que regresó, ni él mismo se los creía.
En sus circunstancias mantenerse a flote era todo a lo que podía aspirar. En cuanto a mi madre y mi abuela, ellas sí estaban felices, se veían acompañadas pero también en vilo, ya que no era fácil hacer frente a sus humores cambiantes.

viernes, 27 de noviembre de 2009

11

A lo que hacíamos se llamaba velarlo. Constituía un esfuerzo casi sobrehumano. Una obligación desagradable de muchas horas del día y de la noche en que podía suceder cualquier cosa, también que la rabia que sentía lo pusiera de nuevo en pie y lo devolviera hecho un déspota furioso con un solo propósito, escapar de tu presencia, liberarse de un ingrato enemigo.
Para él tú eras una contrariedad con mando que le arrebataba la libertad. Te interponías con lo que debía cumplir si quería apaciguar aquellos terribles dolores físicos y dejar de verse hecho un guiñapo. En su cabeza sólo existía una obsesión, alcanzar la dosis tranquilizadora. Y si para eso tenía que pasar por encima de ti no iba a dudarlo ni un minuto. Lo haría a insultos y gritos.
Al final de todo ese proceso siempre estaba la calle, el territorio abierto donde era muy capaz de desenvolverse, reconocer señales y propiciar encuentros. La calle le llamaba con una atracción irresistible. Sin embargo alcanzarla requería de unas energías que a duras penas tenía. A pesar del mucho alcohol ingerido y de la rabia acumulada, ni las piernas ni la cabeza le respondían. Entonces, en su delirio, te pedía que fueras tú, que se la trajeses, y eso convertía la realidad del momento en un disparatado absurdo. Si tú estabas allí para evitarle ese viaje cómo ibas a ir en busca de la dosis que calmara su dolor. Tratar de convencerle acababa con sus restos de paciencia y lo notabas dispuesto al salto, a dejar salir la fiera herida que no tenía nada que perder.

lunes, 16 de noviembre de 2009

10

Cuando mi hermano estaba en la desesperación del mono maldecía y deseaba que todo cesara lo más rápidamente posible. Esa necesidad inducida lo aniquilaba como persona y lo malbarataba.
Una vez bajo la influencia blanca dejas de ser tú. No sirves para otra cosa más que para fatigar la buena voluntad de quienes tratan de ayudarte.
A mi hermano le desquiciaba verse dependiente de otros. Un muñeco enfermo al que a veces en mitad del sufrimiento se le permitía el alivio de una tregua artificial. Entonces advertía con horror la situación en que se hallaba, la inutilidad de un esfuerzo sin provecho.
Era un fantasma en lo alto del fino alambre. Una ruina humana en el centro del huracán. Incapaz de pensar por sí mismo con claridad y de hilvanar frases con sentido. Tan sólo atado a la quejumbrosa voz de un cuerpo retorcido sobre un jergón. El dueño de unas gafas de pasta negra con gruesos y fríos cristales de miope porque las lentillas le quemaban.
La imagen de alguien que galopa sobre locas alucinaciones por una escalera inacabable. Un Sísifo reducido a su condena.
Lo demás que sintiera intentó recogerlo en poemas y dibujos que han desaparecido.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

9

No hay condolencias que valgan para un yonqui de cuarenta años. La mayoría suelen morir bastante antes. A José Manuel lo sacaron los bomberos de un aseo familiar ante la desesperación de su madre y hermanos que habían oído el golpe sordo tras la puerta clausurada. A César le estalló el corazón una noche que regresaba de su cita habitual con el proveedor en un callejón anexo a un mercado muy popular del barrio del Carmen, territorio de gatos pendencieros. Miguel, la cabra, fue incinerado con vergüenza y prisas poco después de que un vecino alarmado avisara al servicio de urgencias porque no aguantaba el hedor que partía de aquel piso en Paterna.
Para mí siempre serán amigos ausentes. Amigos que colgaron los hábitos de la conversación en mitad de las risas para darse un garbeo por las cimas de la desolación. Un garbeo que ya dura demasiado.
A pesar del tiempo transcurrido sigo añorando el lugar que ocupaban en el mundo. Sus ansias ilimitadas de descubrimiento. Su insaciabilidad. Sus obras caritativas con nuestra hambre a fin de mes cuando traían tarteras con comida preparada por sus madres y fingían el empeño de que degustáramos las maestrías riojanas.
Sus visitas intempestivas a las tantas de la noche, su sano alborozo, en clara reyerta contra el sueño, enfervorizados y contentos, deseosos de rescatar al amigo dormido con desafíos y bravatas.
También recuerdo sus ebrios afanes por beberse y devorar la vida. Tragársela a borbotones. Impacientes por acudir a las llamadas nuevas. A las voces emergentes de la música y la literatura que proclamaban el advenimiento de sucesos que no había que perderse.
Gritando con todo su aliento entre idilios urgentes y, el peor de todos, la naciente e ineludible atracción por los paraísos artificiales.
De alguna manera sigo pegado a las hebras de esos vagos recuerdos que se sueñan solos. Encadenado a una estela de plata y sal. Echándoles a faltar.
Aunque ya no me acosan tan asiduamente las preguntas de siempre: ¿Por qué se dejaron ir? ¿Por qué se dejaron sorprender y seducir por esa horrible ladrona de horas? ¿Por qué nos abandonaron a los demás en este valle de lágrimas?

lunes, 9 de noviembre de 2009

8
A mi hermano le alcanzó la percepción de estar fuera de su tiempo. Hablé muchas veces con él del asunto de la supervivencia y lo que pienso ahora es que él dejó de intentarlo o lo intentó a su manera pero sin mucha convicción, casi sin creérselo. La pérdida de los amigos no le afligía y cuando hacía mención de ellos lo consideraba el resultado de un proceso natural, el viaje a ninguna parte desde un pasado compartido que tenía previstas todas las paradas de estación, también la última.
Unos se irían antes, otros después; esa verdad proclamada lo era todo, y el sitio que ocuparas en la lista resultaba indiferente. Al final tendría que llegar tu puesta de sol, aquella de la que hablaba Neil Young en sus canciones.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

7
Muchos años después, en largos vuelos intercontinentales, me he sorprendido muy cerca de otras nubes. Justo al otro lado de mi ventanilla redonda he sentido una irresistible necesidad de acogida: la tentación de lanzarme sobre ese confortable colchón de plumas de nata y algodón, seguro de no recibir daño alguno, de no estar expuesto a leyes físicas.
Tal vez mi hermano, a su manera, sintió alguna vez algo parecido. No lo sé. Pero si sé que lo vi llorar al contemplar esos encendidos atardeceres. Es claro que el exceso de alcohol y de hierba reblandecía las defensas naturales y propiciaba ciertas manifestaciones sensibleras que siempre habíamos creído asunto de otros. Sin embargo no recuerdo que se hiciera escarnio o mofa si te descubrían apartándote del lugar para volver poco después.

domingo, 1 de noviembre de 2009

6

Yo tenía mis momentos y entonces me acercaba a un mar dormido donde conseguía recuperar parte de la calma interior que necesitaba para seguir adelante. A veces lo lograba sin grandes esfuerzos, atemperar mi inevitable sentimiento trágico de la vida, mi desconsuelo congénito. Con sentir la arena dura en la planta de los pies me bastaba. También tumbarme con los dedos de las manos cruzados detrás de la nuca en un cañaveral resguardado del viento. Así me dejaba ir. Hasta que llegaban ellas, el harén de palabras que como mujeres desnudas danzaban para mí y exhibían toda su lubricidad. Era como si al exhibirse de semejante manera dispusieran para siempre de un necio cumplidor, que las fuera a cortejar y servir para los restos.
Tal era mi relación con las palabras entonces. Las temía pero era incapaz de prescindir de ellas. Escribía y soñaba que escribía sobre mi vida y la de otros cercanos a mí. Fanático seguidor de Jack Kerouac, anhelaba una vida como la suya, unos amigos tan locos como aquellos. Y enfermo de escritura como estaba, garabateando siempre entre imposibles cuadernos, me curaba de los males de altura juveniles, incluidas depresiones.
Escribía: “Mar adentro hay alfileres de luz que bien pueden ser cargueros o petroleros, y al azar del cielo diamantes, jirafas, montañas, perfiles, trapecios…que otros llamarían nubes. Estoy en medio de sucesos que se cumplen ajenos a mí, aunque ninguno comparable al disco rojo de vetas anaranjadas que bebe insaciable en las sienes plateadas de las aguas antes de desaparecer tras la línea del horizonte”. Escribía y escribía.

jueves, 29 de octubre de 2009

5

Cuando repaso aquellos fines de semana encuentro por igual momentos duros de inusitada violencia y otros casi mágicos de profunda serenidad y regocijo. Un mundo de extremos irreconciliables donde nunca se estaba seguro de casi nada ni se sabía lo que iba a pasar a continuación. Todo era imprevisible, incluso la duración de los buenos o malos momentos. Pero eso sí, sin que nos faltara la hierba, el alcohol, las anfetaminas, la música y los libros. Lejanos todavía los nefastos días de las sustancias blancas.

lunes, 26 de octubre de 2009

4

A veces íbamos a pisos y apartamentos de playa. Nos gustaban esos fines de semana invernales en aquellas urbanizaciones aletargadas donde nadie reparaba en nuestros excesos. La gente se metía en sus casas al caer la tarde y no se interesaba por alocados adolescentes pegados a la música.
La carretera que iba desde el Saler a Cullera era nuestro territorio natural, pero a veces llegábamos hasta Javea y Denia. Y mientras mi hermano se dedicaba a sus conquistas, yo me quedaba en la terraza bebiendo vino, fumando pipa y tratando de escribir en una libreta de tapas duras que llevaba siempre conmigo. Si me podía la ansiedad me daba un paseo por la playa o me acercaba a los apartamentos amigos.
En aquel tiempo las puertas estaban casi siempre abiertas y no había que llamar. Uno entraba sin pedir permiso, se unía a lo que estuviera sucediendo o se marchaba sin más si no era de su agrado. Nadie pedía explicaciones. Nadie las daba.

jueves, 22 de octubre de 2009

3
Un yonqui es como una puesta de sol. Mi hermano repetía esa cantinela una y otra vez. Lo decía a todas horas. Esas palabras le dormían los finos labios. Estaban emboscadas en su barba de años. Pegadas a la caja de su boca como imanes gigantes...
Yo crecí durante mucho tiempo creyendo que esa letanía era una canción de Neil Young, el roquero canadiense que tanto admiraba y escuchaba, pero mis desavenencias con el inglés nunca me sacaron de la duda y cuando pude hacerlo desistí. Decidí dejarlo así, en pura leyenda.

domingo, 18 de octubre de 2009

2

La edad ha ido desdibujando recuerdos y te ha alejado de ti mismo y de las ilusiones. También de la reconfortante presencia nocturna en las calles. Ahora tienes miedo de esas horas a la intemperie. Te previenes contra el vasto insomnio con cine, radio, libros y escritura. Sin poder evitar que lo nuevo de los tiempos alcance las madrugadas y sitie el interior de tu abotargada conciencia.
Estás siempre en vilo recordando que fuiste uno de ellos. Así que, seguramente, cuando termine la puesta de sol de tu hermano, llegarán los ejércitos de la noche con las cuchillas afiladas y las fauces bien dispuestas a devorar los restos.
Es posible que para entonces te encuentren tras el muro de palabras y lamentaciones que has construido y que no tratan de explicar nada ni hacer justicia a nadie. Sabes que has echado a perder tu capacidad de asombro con este artificio inútil y simplón. Que has pretendido abarcar de una sola mirada los planos de aquel tiempo y descifrar su compleja red de intenciones, incluidas las inevitables conexiones de ese laberinto existencial. Pero todo ha resultado en vano. Tus señuelos se descubren solos. Se detectan a la legua. Jamás comprenderás lo inasible. Te has quedado de nuevo fuera de la soleada comprensión. Con todas las preguntas servidas encima de la mesa. Bien aseadas y dispuestas. Con la cara lavada en sus trajes de domingo. ¿Qué es lo que ellos veían? ¿Quién o quiénes se les ofrecían desde el otro lado?

jueves, 15 de octubre de 2009

COMO UNA PUESTA DE SOL

Nos acucia el pasado: el dolor, las sensaciones, los rechazos, todo. Estoy convencida de que ese aferrarse al pasado es un fanático, casi desesperado deseo de reinventarlo, para poder modificarlo. (Edna O'brien en conversación con Philip Roth)

1. -



Un yonqui es como una puesta de sol. Incapaz dos veces del mismo espectáculo de inexplicable desconsuelo y cumplida felicidad. Tan absorto ante el majestuoso bramido de silencio que, aunque adormecidos todos sus miembros, sigue estando bien dispuesto para el sacrificio. Apenas entrevista la visión, desaparece el hombre. Pero los hay que han sobrevivido y vienen contando que no hay ningún acontecimiento parecido.