sábado, 20 de noviembre de 2010

35

Recuerdo que frente a mi frenética actividad, estaban los tranquilos cálculos de mi hermana sobre lo que merecía salvarse. Frente a mi desesperado acto destructivo ella oponía la lógica de la situación, que le decía que debía impedirme continuar por ese camino.
Y aquello acrecentaba mi irritación.
Ella se demoraba en exceso y para mí no existían dvdés de música, ni casetes, ni cintas de video, ni revistas o libros; a veces me interponía en la decisión de mi hermana que separaba pertenencias y apartaba algunas, por ejemplo, la inmaculada bolsa de viaje de mi hermano. Una bolsa de piel vuelta que Teresa le había regalado no hacía mucho y que había sustituido al gastado petate de apariencia militar donde siempre llevaba su ropa de acá para allá.
Cuanto mayor era mi celo por borrar toda huella y hacerla desaparecer, más resentido estaba con ella. Odiaba a mi hermana porque ella ya había descontado el dolor e impuesto el carácter práctico de la nueva situación. La odiaba porque había suprimido el tiempo de duelo y estaba en las razones prácticas del vivir cotidiano separando aquellos objetos de mi alocado afán destructor.
Todavía me veo en ese acto frenético. Y me veo también en ese único momento en que me detuve porque tenía entre mis manos las muchas cuartillas escritas por él, llenas de dibujos y poemas suyos. Tenía algunas de las cartas que cruzamos y fotos que contaban hechos del pasado común.
Pero a día de hoy todavía no sé por qué nada de aquello se salvó de mi devastadora furia. ¿Qué pretendía al hacer lo que hice? No lo sé. Pasa el tiempo y todavía me esfuerzo inútilmente por devolver ese gesto al momento anterior a su nacimiento, cuando no era porque no existía, y de paso salvar así, al menos, parte de la poesía luminosa que había en la vida y en la escritura de mi hermano.
Agosto, 2007

martes, 2 de noviembre de 2010

34

Cuando murió mi hermano se desató en mí una inusitada furia por hacer desaparecer sus enseres en el menor tiempo posible. Todo lo que eran pertenencias suyas.
Fue tal mi ansiedad por cumplir con ese propósito. Estaba tan poseído por esa idea fija a la que hoy en día no encuentro explicación, que iba llenando bolsas de basura, una tras otra, y seguidamente bajaba al contenedor más próximo. Quería eliminar todo rastro de su presencia en aquella habitación de casa de mi madre, como si ese acto desesperado de asepsia pudiera llevarse de paso los muchos momentos difíciles que allí se habían vivido…
Era como si al alejar todo lo suyo del tiempo que nos tocaba vivir a los vivos pudiera desembarazarme de paso de todas las huellas dolorosas, borrarlas de mi memoria.

sábado, 9 de octubre de 2010

33

Estuve unos cuantos días tratando de poner en orden mis ideas; en vano quise conectar con los amigos de antes, los que fueron una vez amigos de los dos, aquellos que todavía seguían vivos. Necesitaba ofrecerme una respuesta tranquilizadora, pero sabía que todo iba a ser inútil. Estaba ya muy lejos de esas personas y ellas, a su vez, nunca iban a confiar en mí ni me dirían nada. De modo que me resigné. Cerré ese capítulo triste sin apenas echar una lágrima.
Cuando vuelvo atrás me sorprende ese hecho: no lloré con la muerte de mi hermano; sin embargo, tiempo después, no paré de hacerlo con la muerte de mi perra; me sentí tan desconsolado tras la despedida en la fría mesa del veterinario que me la pasé llorando durante más de cien kilómetros camino del pueblo donde ella había sido tan feliz. Incluso me dejé Talayuelas tras de mí. Tanto era el dolor que sentía con la perra dentro de una bolsa roja de deportes camino del huerto de mi cuñado donde iba a enterrarla.
Recuerdo que cuando mi cuñado nos vio bajar del coche se sorprendió. Era ya noche cerrada y estaba esperando a los hombres de la familia ese fin de semana. Yo me había disculpado días antes por no asistir y al vernos aparecer, a Pilar y a mí, le costó reaccionar. Tal vez fue la bolsa roja que veía apoyada en mi pecho o las primeras palabras balbucientes de uno de los dos, pero con entera gravedad y comprensión nos llevó al paellero y puso en nuestras manos pala, azada y rastrillo. También se ofreció a ayudarnos a cavar en esa zona de la huerta donde Gilda siempre descansaba de sus correrías por el monte cercano o entre las vides.
Allí la enterramos con sus juguetes. Y al poco de hacerlo fueron llegando cuñados y sobrinos con sus cestas, vituallas y demás. Nos quedamos con ellos hasta más allá de las 3 de la madrugada, pero no aceptamos pasar la noche allí. Estaba tan bebido que no comprendo cómo Pilar, con lo precavida que es, me dejó conducir de regreso a Valencia. Recuerdo que caía una fina lluvia y que olía a madera quemada. Fue todo tan inusualmente extraño, tanto dolor en medio de las risas y chistes de los otros, que hasta noté un ligero alivio, aparente seguramente, porque el dolor pesa y no te abandona nunca del todo, pero estar allí con ellos nos hizo bien y he sacado la conclusión de que la risa de unos y el llanto de otros son manifestaciones de una única conmoción humana: el desamparo.
De mi hermano recuerdo que estaba obsesionado con recuperar su DNI; lo reclamé en el juzgado, lo reclamé a los forenses, se lo reclamé a la policía, en una acción sin sentido, hasta que alguien de casa me hizo desistir de esa demanda absurda.

sábado, 18 de septiembre de 2010

32

Después conocí a Teresa y me contó que ella lo había despedido como otras veces en la Gran vía, a la altura de Cirilo Amorós, para irse a trabajar mientras él iniciaba el camino de regreso a casa de mi madre. Normalmente ella lo acompañaba hasta el mismo portal, pero esta vez llegaba tarde y no lo había hecho. Y en algún punto de ese corto camino, ya sin ella, mi hermano se desvió de su ruta o encontró a alguien que a lo mejor lo estaba esperando. Y en esos metros que lo separaban de casa de mi madre se jugó la partida de su vida. Le ofrecieron algo o lo compró él libremente, una papelina de caballo demasiado puro esta vez, seguramente sin cortar, y cuando llegó a Colón él ya sabía que mi madre estaba en El Saler.
Así que tenía la casa para él solo. Se apoltronó en la butaca frente al televisor, puso a su grupo favorito y lo preparó todo para chutarse. No puedo construir esas horas hasta el fatal desenlace. Ni siquiera puedo concretar mis sospechas de que allí hubo alguien más. No puedo ir más lejos en este asunto aunque siempre lo he sospechado. Lo que creo es que cuando a mi hermano le estalló el corazón y la vida le saltó por la boca, alguien escapó precipitado sin mirar atrás.

martes, 31 de agosto de 2010

31

A los pocos días recibí la llamada en el Instituto. Mi hermano, a su vez, había iniciado sus clases como interino en un colegio privado de Liria donde, casualidad, el chico que lo llevaba en su coche había sido compañero mío tiempo atrás. Cuando llegué a mi casa mi mujer se limitó a decirme que fuera a la de mi madre. Lo hice y allí lo encontré. Primero fue una visión fugaz a través de la puerta del cuarto de estar, pero al entrar y salvar la mesa de mármol del comedor y desplazarme hacia la derecha me topé con todo el peso de su cuerpo vencido hacia adelante, de rodillas, fulminado, con la frente tocando la madera. Mi hermana ya le había quitado la aguja del brazo, y él parecía como si estuviera rezando en medio de un charco de vómito y orines. El olor en la habitación era insoportable. La televisión estaba puesta con un vídeo de música. Debía llevar así bastantes horas porque cuando fueron a meterle en la bolsa gris de lona oí primero el ruido áspero de la cremallera de la propia bolsa y luego el crujido de sus huesos al romperse.

martes, 27 de julio de 2010

30

¿Cómo no supe verlo, intuirlo entonces? ¿Cómo no advertí ninguna de esas cosas que se me da también adivinar cuando se trata de otros?; y por último, ¿cómo no tuve el valor de dar la voz de alarma e implicar a más gente, personas más fuertes que yo y con más conocimiento en un asunto tan serio y peligroso? Porque todavía creo que debió haber algún momento de toda esta historia en que sí que tuve tiempo de cambiar las cosas, entonces, ¿por qué no lo hice cuando todavía era posible?

jueves, 8 de julio de 2010

29

Con mi hermano de nada sirvió la historia pasada, lo que yo sabía de aquellos malos tiempos que se llevaron a tantos amigos; al parecer no supe verlo o tal vez no quise porque tenía una nueva vida con mi mujer y el recuerdo pasado era más bien desolador (o yo poco solidario con él). Si yo salí con ayuda de ella, en su caso todos los tratamientos fracasaron, tanto asociaciones como Proyecto Hombre, El Patriarca, o la técnica del choque directo que consistía en asistencia médica controlada durante 48 horas en que sedado fue presa de unos aparatos que debían renovar su sangre y acabar con la ansiedad y el hábito, pero todo aquello no fue más que una burda operación económica de un médico sin escrúpulos que aprovechó la desesperación de una familia para hacer negocio.
Mi hermano siempre había tenido un miedo atroz a las agujas, una simple inyección intramuscular se convertía en un problema para él, por eso deseaba creer y creerle cuando me decía que ya no se metía, que estaba casi limpio, alejado de esa pesadilla de camellos al acecho. Aunque estaba viviendo en casa de nuestra madre pasaba muchos días con Teresa en el chalet. “A veces fumo un poco de hierba para tranquilizarme”, se sinceró aquella noche, pero Teresa no quiere ver nada de lo otro cerca de sus hijos”. La distancia entre nosotros era ya casi insalvable pero todavía existía un cierto reconocimiento por los viejos tiempos, nada digno de tenerse en cuenta, salvo que yo contaba y repasaba con tristeza la lista de amigos muertos por el caballo. Y odiaba ya abiertamente y sin tapujos todo lo que supusiera drogas.
Ahora todavía lo veo en esa despedida de septiembre con sus bolsas de comida para los perros, camino de sus nuevos sueños, algo más demacrado que de costumbre, pero relajado y hasta feliz, con todo el prometedor fin de semana por delante al lado de su nuevo amor.

viernes, 18 de junio de 2010

28

La noche del 24 de septiembre se hicieron como siempre las fotos de rigor. Grupos y más grupos alrededor de nuestra madre, que acepta resignada pero feliz todo aquel bullicio. En una de esas fotos está él, en el acto de acomodarse el cigarro en los labios, o de despegarlo, ya que no puede saberse el justo sentido de ciertos gestos que tienen dos trayectorias idénticas de ida y vuelta. Un penacho de humo enturbia sus ojos entornados, el flash enrojece las lentillas, pero él destaca por su altura detrás de una sonrisa abierta y franca, con todo el moreno del sol estival en la piel de la cara, que resalta todavía más por el cuello blanco de la camisa. Creo reconocer una señal, ¿un grito de alegría?, ¿o todavía continua la desesperación?, agazapado detrás de esa mirada en la fila de detrás, en la esquina del grupo donde se ha refugiado.

viernes, 28 de mayo de 2010

27

Teresa es propietaria de una tienda de peletería y está locamente enamorada de mi hermano. Y aunque él sigue bebiendo mucho y se coloca de continuo, tiene un comportamiento de lo más cordial, distinto al de anteriores ocasiones, como si esta vez la fiesta de la familia fuera algo más que una nueva ocasión para aturdirse absurdamente hasta caer rendido.
Le noto más distendido y tranquilo, deseoso de hablar, disfrutando de la compañía de los demás, participando incluso.
Hasta se preocupa por los perros que tienen en el chalet y para los que ha pedido al camarero que le guarde los restos del arroz en unas bolsas.
A lo mejor es tan solo una impresión mía, pero intuyo que me está haciendo semejantes confidencias como reconocimiento por los viejos tiempos. Para mi sorpresa habla y habla sin parar de los planes que tienen Teresa y él; yo no puedo creérmelo, me froto los ojos de contento cuando me viene a la cabeza el recuerdo de escenas de inusitada violencia en alguna de esas noches de celebración. En concreto una escena horrorosa de las navidades de dos años atrás, cuando estuvimos hablando durante horas en una habitación destrozada por su rabia. Pero él ahora parece otra persona, más relajado y seguro de sí mismo, dispuesto a seguir adelante, a concederse esta nueva oportunidad y experimentar la nueva vida sin dobleces ni imprevistos locos. Deseoso de seguir a Teresa en todo lo que le ofrece abiertamente. Me dice que tiene planes que incluyen reiniciar sus clases de inglés en el colegio que le ha contratado el curso anterior. Está más locuaz y divertido que nunca y en medio de cada frase aparece el nombre de ella, también su incredulidad por tenerla a su lado, su bendita entrega, su paciencia infinita con él, su decidida apuesta por el hombre del que está enamorada. Y mi hermano no puede dejar de asentir ante ese milagro nuevo que le ha sucedido cuando ya estaba en tiempo de descuento. “Es una cría, una niña, me dice para justificar la pasión que ella pone en todo lo que hace, en la relación de los dos. “Me cuida con auténtica devoción. Resulta todo tan fácil y tranquilo a su lado. No quiere líos y preocupaciones. Bastante ha pasado la pobre. Ahora quiere ser feliz y sentirse bien. Se lo impone como un deber. Es muy joven pero me da lecciones sobre qué se debe esperar de la vida. Tendrías que verla, me reprende si me ve triste, me dice que no tengo derecho a estarlo, que así me perderé lo mejor de mí mismo y que me prefiere como me encontró, divertido y abierto, algo achispado pero razonador. Si hasta con los mocosos me lo paso de miedo”. Como me dijo Teresa más adelante en el poco rato que la vi por primera y última vez, sus hijos lo adoraban, lo habían aceptado sin periodo de pruebas porque él se había acercado a ellos con total naturalidad, sin tretas de adulto ni artimañas inútiles. “Lo quisieron desde el primer día, me dijo. Sucedió así, sin pretenderlo”.

viernes, 7 de mayo de 2010

26

Estoy con mi hermano en la cena que todos los años se hace por el santo de nuestra madre en un restaurante de La Dehesa cercano al Saler. Él está en los inicios de una relación que lo tiene moderadamente feliz. Cuando habla de Teresa, a la que lleva once años, lo hace con una intensidad desacostumbrada en él, casi con devoción y la clase de respeto desconocido para mí cuando habla de mujeres. Es un hombre lleno de gratitud porque una mujer le está devolviendo las ganas de vivir. Si no la vida al menos las ganas de vivir. Es tan extraño oírle hablar así. Que no le cueste reconocer que hay personas que se interesan por él y tienen toda clase de buenas intenciones sin pedir nada a cambio. Yo lo miro fascinado. Pienso que nunca antes le he oído semejante confesión. Nunca ha hablado tan seguro de algo, tan a favor de las mujeres. Porque mi hermano no suele perder el tiempo en cumplidos, sabe que gusta de entrada y que ellas son muy capaces de ponerse en ridículo por él. Su vida siempre ha sido ir y venir de unas a otras y, aunque ellas compiten ilusionadas por él, lo único que les ha reconocido siempre es el mérito de su compañía para pasar un rato agradable, pero no las quiere mucho más de eso, incluso las juzga con severidad y dureza cuando pretenden concederse derechos que él no les ofrece, por ejemplo, el de disponer del resto de la vida del otro. Nunca ha ido en busca de la compañía femenina porque tenga miedo de encontrarse sólo o por la soledad misma. A mí me ha confesado muchas veces que las mujeres no le han sacado de su perpetua insatisfacción vital. Ahora con los cuarenta ya cumplidos y una larga experiencia de sobresaltos por culpa de las drogas dispone de una nueva oportunidad para intentar ser feliz con Teresa y encauzar su vida. Le veo como si fuera un niño grande, pero consciente de que regresa a un tiempo desconcertante y prometedor donde está sintiendo cosas nuevas de incalculable valor, momentos auténticos en brazos de una divorciada con dos hijos pequeños que vive en el campo a veinte kilómetros de Valencia.

sábado, 24 de abril de 2010

25


La nota de mi mujer que me pasan dice: vente para casa. No hay más detalles pero intuyo lo peor. En el coche recorro las posibles causas, todas malas, y la lista de nombres que pueden estar relacionados con ellas, hasta que me queda uno solo, el de mi hermano, y lo que me viene a la cabeza apenas me deja conducir.
(Recordé un día en el Instituto, a primera hora de la mañana. Estaba hojeando el periódico en la jefatura de estudios cuando una fotografía del diario me heló la sangre. Era la cara de un hombre muerto, sin identificar, al pie de la foto se pedía la colaboración ciudadana. No podía creerlo: era la viva imagen de mi hermano, su barba, su pelo lacio abundante y negro, largo por detrás de la nuca, el óvalo de la cara con su fina nariz, hasta los ojos vidriosos de miope eran los suyos. También la parte del chaquetón que se veía y el pañuelo al cuello.
Me quedé paralizado, y sólo fui capaz de mirar la hora en mi reloj, como si saber el minuto del día en que había descubierto aquella imagen fuera lo más importante en ese momento: las ocho de la mañana. Cuando empecé a reaccionar me di cuenta de que no sabía qué hacer, la angustia de la duda tras el sobresalto inicial me llenó de un espanto nuevo, desconocido hasta entonces, en diez minutos iba a sonar un timbre y tendría la primera clase, pero sabía que no podría moverme del despacho hasta que todo se solucionara. Era imposible que pudiera enfrentarme a ninguna clase sin resolver antes todas las incertidumbres que esa foto me causaba. Cualquier cosa era mejor que quedarme colgado de la duda. De modo que cogí el teléfono y llamé a mi hermana. Supongo que en la conversación deslicé parte de mi miedo tras enfrentarme a su sorpresa inicial por una llamada que no esperaba y que además era tan tempranera. No recuerdo cómo lo abordé ni si pregunté por él abiertamente o diferí el comentario sin atreverme a hablar todavía de lo que estaba viendo, esa foto de él, tan idéntica a él. Imagino que trataría de buscar las pistas seguras sin levantar alarmas innecesarias. Y supongo que hasta que no escuché de sus labios que había salido para sus clases el corazón no dejó de bombear sangre a ritmo frenético. No recuerdo cuanto tiempo transcurrió, ni si cuando recobré la calma y volví a mirar esa fotografía fui capaz de confesarle abiertamente mis temores: ¿has visto el periódico de hoy? La foto que trae de un muerto sin identificar. Prefiero imaginar que dejé a mi hermana preocupada tan sólo por mí, por mi extraña llamada, y que eso no constituía problema alguno comparado con la auténtica realidad del asunto. Sonaba el timbre del inicio de las clases y me despedí de ella jovialmente, con una broma muy de la familia ahora que ya sabía que podía enfrentarme a todo el resto de esa mañana con renovado brío, tranquilo y hasta más feliz que de costumbre).

domingo, 11 de abril de 2010

24

Las palabras a lo largo de aquellas horas están cargadas de reproches y recriminaciones. Con los ojos encendidos me acusa de haberme distanciado de él, de haberlo dejado solo, aunque poco después suaviza su comentario aceptando que son nuestras mujeres las que con sus paranoias y animadversión personal lo han conseguido por nosotros. Se remonta a tiempos lejanos y me sorprende por su capacidad de análisis y por su memoria. Incluso estando tan pasado como está no ha olvidado acontecimientos que a mí se me han desdibujado completamente. Resulta increíble que en esas circunstancias su mente pueda hacer ese recorrido de ida y vuelta, hasta que finalmente se pierde en algún escenario siniestro y deja de prestarme atención.
La conversación ha dejado de ser fluida; hace rato que los silencios duran demasiado, sólo se oye la música que atruena, pero las desconexiones se alargan y yo me encuentro muy a disgusto cuando él vuelve a la carga y me lanza nuevos reproche. Sin transición alguna va de ellos a otros sucesos divertidos o anticipa el nombre de un amigo muerto. Hablamos un rato más, a intervalos, porque ya va acelerado y ha hecho unas cuantas llamadas. Yo sé que no está para salir a la calle, pero eso no significa para él nada en absoluto. La calle es un espacio natural en su vida, un elemento cotidiano donde se desenvuelve sin grandes contratiempos. Hablamos de su presente laboral, bastante incierto, y no sé si también apuntamos la posibilidad de algún prometedor viaje para asistir a algún concierto. Nos mentimos como hemos hecho sobre otras muchas cosas. Tantos años distanciados hace imposible el menor gesto de conciliación, y si ha habido alguna franqueza por ambas partes, no es de la buena, resulta del todo inútil esperar y pretender cambiar las cosas a mejor y lo sabemos. Por eso no insistimos. Nuestras vidas ahora se cumplen sin el otro. Y aunque estemos en aquella habitación fingiendo que todavía queda algo de los viejos tiempos, ambos sabemos que no es así, que tras este paréntesis volveremos al lado de otras personas, en ambientes bien distintos. Desde hace mucho tiempo que podemos contar con los dedos de una mano nuestros momentos juntos.

sábado, 3 de abril de 2010

23

Él sabe de mi pánico por que lean lo que escribo. Sabe que pasé una noche entera en casa de una mujer con la que él iba a casarse leyéndole mis cosas mientras se suponía que estábamos allí para estudiar. En aquella época yo no era estudiante, pero ella sí tenía un examen por la mañana. Recuerdo que lo que ella deseaba era que mi hermano le hiciera compañía esa noche y que él se negó. Entonces para demostrarle a ella lo poco que le impresionaban sus palabras, el nulo efecto que le causaba su ruego, me pasó el teléfono y se desentendió del asunto. A los pocos minutos de hablar con ella yo salía disparado con mis cuadernos. Algunas historias hablaban de mi admiración por esa mujer. Ella lo sabía. Lo alentaba y jugaba a ese juego estúpido de dar celos al que no los tiene. Ya que mi hermano a su manera también disfrutaba con el equívoco.
Ante ella no tuve inconveniente en leer ciertos textos. No todos los que me pedía. No aquellos que la aludían abiertamente. Fue una noche extraña, perturbadora, aunque una vez más se trataba de mí ocupando el lugar de otro, de distinta manera pero llenando un vacío que no me pertenecía ocupar. Conozco esa sensación. La he vivido repetidas veces con distintas mujeres que fueron parte importante en la vida de mi hermano. Mujeres que consintieron en confiarse a mí cuando él las agraviaba. Y si lo hicieron, esto lo sé, fue porque tenía una destreza especial para hacerme imprescindible en esas ocasiones. Yo sabía escuchar. Me pedían consejo. Me dejaban entrar en sus dormitorios y velar sus sueños cuando ya las palabras iban retirándose, fatigadas de tanto buscar respuestas inalcanzables.

sábado, 20 de marzo de 2010

22

La música tal vez sirva de puente. Siempre fue una aliada de los dos, lo mismo que los libros. Si no teníamos qué decirnos, la música y los libros nos otorgaban la ilusión de compartir algo. Pero está cada vez más impaciente. Mira por la ventana como si esperara a alguien. Se pone de pronto a recordar un viaje a Londres que hicimos su ex, otro amigo y yo. La sorpresa que se llevó cuando a duras penas nos reconoció en la habitación donde estaba viviendo. Él no tenía idea de que nosotros fuéramos a aparecer y estaba tan pasado que creía estar dentro de un sueño.
Yo estoy por contarle lo que él ignora de ese viaje. Las muchas posibilidades que tuve de quedarme más solo que la una en una gran sala del aeropuerto donde me metieron tras un leve interrogatorio. Las tres horas de angustia que pasé con mi bolsa de mano, sin conocer a nadie más y con apenas 15.000 pesetas en el bolsillo. Olga había pasado en su neceser montañas de anfetamina. César llevaba la última dirección conocida que tenía de mi hermano, y yo era el tercero en discordia. Sin destreza alguna con el idioma me había apuntado al viaje sorpresa a última hora. Era tan absurda mi situación en aquel sitio que incluso recuerdo que dejé de pensar. Hiciera lo que hiciera no veía salida alguna y lo acepté como un hecho inevitable al que sucedería otro y luego otro. Así que no me resistí. Hasta que apareció César en la misma sala donde yo estaba retenido con otras personas y pude respirar hondo. Me dijo que había visto a Olga pasar sin dificultad y un par de horas después fuimos nosotros los que pudimos hacerlo.
Todavía puedo ver la mano del policía en el aeropuerto señalando un enorme cartel publicitario junto a las escaleras mecánicas que llevaban al metro y que decía: welcome to London.
Pero desisto de profundizar en ese recuerdo. Mi hermano no me hace caso. Sigue a su ritmo, locuaz a veces, entregado a la música, metiendo y sacando cosas en una gran bolsa de lona que hay encima de la cama. Entonces dice algo que me llega muy adentro. No sé qué puede ser, pero sé que le salto a la cara aún sabiendo que él está muy pasado y yo mismo bastante bebido. Le digo: “La verdad es que no es un plato de buen gusto estar contigo. Preferiría estar en mil sitios antes que aquí”. Pero para mi sorpresa no se inmuta y hasta parece relajarse. Eso nos permite compartir recuerdos de otro tiempo. Intercalar historias recientes de cada uno. Incluso deslizar algún proyecto de futuro poco serio ya que tanto él como yo estamos en la enseñanza y se supone que aquello puede generar cierta complicidad. Pero no dura. Su estado de excitabilidad va en aumento y ya hace planes para salir a la calle. Me nombra a tres o cuatro personas que yo también conozco, pero a las que hace años que he perdido la pista. Es entonces que alcanzo a ver una de esas carpetas azules clásicas de estudiante donde guarda poemas y dibujos, junto a cartas y otros enseres personales. Él sorprende mi gesto y la hace volar hasta la mesa donde estoy. “La escritura iba a salvarnos, recuerdas”, y se pone a reír abiertamente, sin complejos. “Todavía estoy esperando tus obras completas”. Como ve que no hago intención de revolver entre las hojas, se acerca y recoge la carpeta.”Será mejor dejarlo como está. Lo que hay ahí ya no nos pertenece a ninguno de los dos”.

domingo, 28 de febrero de 2010

21

A mí me viene a la cabeza su huída del hospital tras el nacimiento del segundo hijo sin que hayan recibido el alta médica. El crío ha nacido con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida y ellos se han largado sin más del hospital en la madrugada de esa misma noche. Cuando recibimos la noticia, Pilar y yo salimos disparados en su búsqueda. No nos cuesta mucho localizarlos en el interior de una cafetería de mala muerte detrás de la estación del Norte, en la zona donde están las pensiones más baratas. Al parecer han pasado esas horas en una habitación helada y mugrienta. Nuestras miradas se dirigen al crío que está en el capazo envuelto en un chal raído y sucio y con los biberones caídos por el suelo. También hay un bolsón de plástico transparente con gasas, algodones de colores, leche pasterizada, chupetes y ropas en exceso. Todo en una banqueta un tanto inestable que amenaza con venirse abajo. No han podido suministrarle los biberones necesarios porque carecen de dinero. Además no tienen ni idea de lo que el niño necesita.
Esta vez ni Pilar ni yo podemos convencerles de que deben regresar al hospital. Que el crío necesita atenciones médicas. Forcejeamos pero no podemos impedir que salgan disparados. Salir y entrar de nuevo porque se olvidan el capazo del recién nacido.
Esa imagen está en mi cabeza ahora que mi hermano me da noticias de su ex. “Bueno, ya me has visto. Hemos hablado un poco. Diles que estoy bien y largarte”.
Pero no es tan fácil porque estoy temiendo que la habitación se incendie cuando compruebo que está tan pasado que ni siquiera se iba a dar cuenta. “Creo que me quedaré un poco más”, le digo. “Para no defraudar las expectativas ahí afuera. Además me gusta la música que has puesto”.

viernes, 5 de febrero de 2010

20

“Ésta es una aburrida historia de recaídas”, está diciendo mi hermano. Pero he perdido el inicio de esa reflexión. Tal vez ha dicho antes que no se soporta en ningún sitio, que ya ha tenido bastante con lo que ha sido. Mi hermano no suele caer en la autocompasión. No forma parte de su temperamento e intuyo que ese momento de debilidad tendrá funestas consecuencias. Lo volverá más agresivo a las primeras de cambio. Hago como que no lo he oído. Miro la calle. Gente en precario equilibrio que se pierde de vista.
“¿Por qué no lo intentas una vez más?”, le digo sin venir a cuento, y atribuyo la responsabilidad de mis palabras al alcohol ingerido.
“No seas mamón”, me suelta. Y antes de que pueda decir otra cosa, añade: “No es el caso. No es el caso. Pero escucha esto: tengo noticias de que la muy zorra lo está consiguiendo. ¿Puedes creértelo? Al parecer las cosas le funcionan a la cabrona”. Sé que se refiere a su ex mujer.

viernes, 22 de enero de 2010

19

Me doy cuenta de que hay picos de la sábana quemados. Incluso detecto ampollas en la palma de su mano. Quiero salir del coche que me lleva a Talayuelas con mi madre, pero creo que esto es peor. Él está revolviendo entre las cintas de música esparcidas por el suelo y la cama. Habla a gritos. A lo mejor es la música que atruena. No sé si me reconoce como interlocutor o se habla a sí mismo. Hasta que comprendo que se trata de mí una vez más y opongo una limitada capacidad de atención porque el alcohol me aturde. Está insistiendo en lo mismo de antes. Como si no pudiera salir de esa idea fija. Me dice: “Ahora vas de persona cuerda y responsable. Crees que mereces más que yo que la vida te trate bien”.
“No pienso en eso”, le digo. “No pretendo que me traten ni mejor ni peor que a los demás”, pero también le digo: “Tú no eres el único que tiene problemas”. Sé que de esa forma le doy hilo al carrete, aunque presumo que si podemos mantenernos en la superficie de esas olas de palabras no surgirán escenarios más dolorosos. Tampoco sé qué me hace creer esto. Ni por qué discurro así. No tengo otro plan que salir de allí y seguir con mi vida. Esa es la auténtica verdad.
“¿Y puede saberse qué te preocupa a ti hoy en día?”, insiste él. “Sólo tienes que aguantar a la histérica de tu mujer”. Ya salió, me digo. Tenía que aludir a ella. Y sin embargo recuerdo en una fracción de segundo, no dura más, la llamada desde el telefonillo del portal una madrugada. La aparición de ellos dos en la puerta pidiendo un lugar donde dormir. P. les prepara una cama en el cuarto de estar. Los deja instalados. Apenas les dirige la palabra, pero cuando regresamos al dormitorio, sentencia: “no quiero verlos por la mañana cuando me levante. De hecho ya no voy a pegar ojo en toda la noche”. Ella sabe que me hiere con ese comentario, pero vivimos en una casa de su madre y las relaciones entre los cuatro hace mucho que terminaron. Cuando me levanto en la mañana ellos ya se han ido.

domingo, 10 de enero de 2010

18

Conforme lo dice vuelvo al recuerdo de un viaje a Talayuelas. Llevo a mi madre en el asiento de al lado. Estamos ella y yo solos. Hasta Utiel mi mente no deja de repasar una y otra vez lo que voy a decir. Lo que he tardado tanto tiempo en atreverme a confesar. Hago acopio de fuerzas. Ajusto cada palabra para no equivocarme, sabiendo de antemano que nada podrá justificar lo que diga y que tan sólo intento reparar un error de años. Salvarme con la delación de mi complicidad con esta barbarie que se ha llevado a tantos amigos y está amenazando la vida de mi hermano. Es entonces que le doy la primera noticia a mi madre de los pleitos de la droga, de cómo su hijo está en lo peor de esa historia de dolor y miserias, que ya no se basta a sí mismo, que hay acreedores y peligros muy ciertos que le acechan. Recuerdo el gesto alarmado y confundido de mi madre que repite una y otra vez sin mucha convicción: “pero algo se podrá hacer, incluso hoy en día algo se podrá hacer, ¿no es cierto?”
Mi madre tardará meses en pedirme nuevas explicaciones. Y entre ellas la que yo más temía: “¿por qué no lo dijiste antes? ¿Por qué has permitido que las cosas lleguen hasta este extremo? ¿Cómo has sido capaz?”
El reproche de mi madre y la sorpresa de mi hermano se cruzan en el tiempo. He bebido en exceso a lo largo de las horas anteriores. Mi hermano nunca entendió que hiciera lo que hice, que traicionara su confianza. Que quisiera lavar mi mala conciencia. Creyó que, como yo había iniciado una nueva vida junto a Pilar al margen de todos ellos, pretendía conquistar mi propio perdón, mi lugar en el mundo. Y también recuperar parte del terreno perdido dentro de la familia. Para él siempre sería visible esa señal que nos hacía reconocibles. Y si ambos habíamos sido castigados a compartir aquella habitación con patio interior por nuestra actitud desafiante, chulesca y contestataria, años después él seguía en abierto desafío contra todo y yo había claudicado. Así lo veía él ahora.

lunes, 4 de enero de 2010

17

“Llevas mucho tiempo aquí dentro y están preocupados, le digo sin dejarme avasallar. Tantas visitas al cuarto de baño les tienen en ascuas”. Suena a modo de disculpa por irrumpir así. Sonríe apenado porque comprende que mi respuesta confirma sus sospechas de que ellos me han mandado. “Ya veo que eres un simple mensajero”, me ataca; “A lo mejor es el precio que debes pagar”. Se está desquitando conmigo pero al mismo tiempo mi presencia no contiene en nada su ánimo destructivo. Si es Neil Young el que toca esa guitarra suena como un estilete punteándote detrás del cerebro. ¿Estará en esta cinta la canción que dice que un yonki es como una puesta de sol? No sé por qué esa idea se me ha vuelto obsesiva de pronto. También me sorprende que, en contra de su costumbre, mi hermano intente llevar su ira al terreno personal.
“No finjas que esto te importa una mierda”, me dedica de pronto todo su desprecio. Está bien, me digo a mí mismo, no fingiré nada que puedas utilizar contra mí en esta habitación, pero en su lugar él escucha lo que sigue: “Hace tiempo que tú y yo no tenemos nada que decirnos, pero ellos creen que a lo mejor sí”. “Ellos sólo creen lo que tú les has hecho creer”, me recrimina él, “porque de pronto te has vuelto muy obediente y eres peor que una rata arrepentida”.